miércoles, 30 de noviembre de 2011

El emisario, por Ray Bradbury

Supo que había llegado de nuevo el otoño, porque Torry entró retozando en la casa, trayendo con él un refrescante olor a otoño. En cada uno de sus perrunos rizos negros llevaba una muestra del otoño: tierra húmeda, con la humedad peculiar de aquella estación, y hojas secas, color de oro pajizo. El perro olía exactamente igual que el otoño.
Martin Christie se incorporó en la cama y alargó una mano pálida y pequeña. Torry ladró y exhibió una generosa longitud de lengua, la cual pasó una y otra vez por el dorso de la mano de Martin. Torry la lamía como si fuera una golosina. "A causa de la sal", declaró Martin, mientras Torry se encaramaba a la cama de un salto.
-Baja -le advirtió Martin-. A mamá no le gusta que te subas a la cama. -Torry aplastó sus orejas-. Bueno...-condescendió Martin-. Pero sólo un momento, ¿eh?
Torry calentó el delgado cuerpo de Martin con su calor perruno. Martin aspiró intensamente el olor que se desprendía del perro, un olor a tierra húmeda y a hojas secas. No le importaba que mamá gruñera. Después de todo, Torry era un recién nacido. Recién salido de las entrañas del otoño.
-¿Qué has visto por ahí, Torry? Cuéntamelo.
Tendido allí, Torry se lo contaría. Tendido allí, Martin sabría qué aspecto tenía el otoño; como antes, cuando la enfermedad no lo había postrado en la cama. Ahora su único contacto con el otoño era el perro, con su olor a tierra húmeda y a hojas secas, su color de oro pajizo.
-¿Dónde has estado hoy, Torry?
Pero Torry no tenía que contárselo. Martin lo sabía. Había trepado hasta lo alto de una colina, por un sendero tapizado de hojas secas, para ladrar desde allí su canino deleite. Había vagabundeado por la ciudad pisando el barro formado por las intensas lluvias. Allí había estado Torry.
Y los lugares visitados por Torry podían ser visitados después por Martin; porque Torry se los revelaba siempre por el tacto, a través de la humedad, la sequedad o el encrespamiento de su piel. Y, tendido en la cama, con la mano apoyada sobre Torry, Martin conseguía que su mente reconstruyera cada uno de los paseos de Torry a través de los campos, a lo largo de la orilla del río, por los senderos bordeados de tumbas del cementerio, por el bosque... A través de su emisario, Martin podía ahora establecer contacto con el otoño.
La voz de su madre se acercaba, furiosa.
Martin empujó al perro.
-¡Baja, Torry!
Torry desapareció debajo de la cama en el mismo instante en que se abría la puerta de la habitación y aparecía mamá, echando chispas por sus ojos azules. Llevaba una bandeja de ensalada y jugos de fruta.
-¿Está Torry aquí? -preguntó.
Al oír pronunciar su nombre, Torry golpeó alegremente el suelo con la cola.
Mamá dejó la bandeja sobre la mesilla de noche, con aire impaciente.
-Ese perro es una calamidad. Siempre está metiendo las narices por todas partes y cavando agujeros. Esta mañana ha estado en el jardín de la señorita Tarkins, y ha excavado uno enorme. La señorita Tarkins está furiosa.
-¡Oh! -Martin contuvo la respiración.
Debajo de la cama no se produjo el menor movimiento. Torry sabía cuándo tenía que mantenerse quieto.
-Y no es la primea vez -dijo mamá-.¡El de hoy es el tercer agujero que cava esta semana!
-Tal vez esté buscando algo.
-Lo que se está buscando es un disgusto. Es un chismoso incorregible. Siempre está metiendo las narices donde no le importa. ¡Dichosa curiosidad!
Hubo un tímido pizzicato de cola debajo de la cama. Mamá no pudo evitar una sonrisa.
-Bueno -concluyó-, si no deja de cavar agujeros en los patios, tendré que atarlo y no dejarlo salir más.
Martin abrió la boca de par en par.
-¡Oh, no, mamá! ¡No hagas eso! Si lo hicieras, yo no sabría... nada. Él me lo cuenta todo.
La voz de mamá se ablandó.
-¿De veras, hijo mío?
-Desde luego. Sale por ahí y cuando regresa me cuenta todo lo que ocurre.
-Me alegro de que te lo cuente todo. Me alegro de que tengas a Torry.
Permanecieron unos instantes en silencio, pensando en lo que hubiera sido el año que acababa de transcurrir sin Torry. Dentro de dos meses, pensó Martin, podría abandonar el lecho, según decía el médico, y salir de nuevo a la calle.
-¡Sal, Torry!
Murmurando palabras cariñosas, Martin ató la nota al collar del perro. Era un cartoncito cuadrado, con unas letras dibujadas en negro:
Me llamo Torry. ¿Quiere hacerle una visita a mi dueño, que está enfermo? ¡Sígame!
La cosa daba resultado. Torry paseaba aquel cartoncito por el mundo exterior, todos los días.
-¿Lo dejarás salir, mamá?
-Sí, si se porta bien y no cava más agujeros.
-No lo hará más. ¿Verdad, Torry?
El perro ladró.
***
El perro se alejó de la casa, en busca de visitantes. El día anterior había traído a la señora Holloway, de la Avenida Elm, con un libro de cuentos como regalo; el día antes Torry se había sentado sobre sus patas traseras delante del señor Jacob, el joyero, mirándolo fijamente. El señor Jacob, intrigado, se había inclinado a leer el mensaje y se había apresurado a hacerle una corta visita a Martin.
Ahora, Martin oyó al perro regresando a través de la humeante tarde, ladrando, corriendo, ladrando de nuevo...
Detrás del perro, unos pasos ligeros. Alguien tocó el timbre de la puerta, suavemente. Mamá respondió a la llamada. Unas voces hablaron.
Torry corrió arriba, se encaramó al lecho de un salto. Martin se inclinó hacia delante, excitado, con los ojos brillantes, para ver quién subía a visitarle esta vez. Quizás la señorita Palmborg, o el señor Ellis, o la señorita Jendriss, o...
El visitante subía la escalera hablando con mamá. Era una voz femenina, juvenil, alegre.
Se abrió la puerta.
Martin tenía compañía.
***
Transcurrieron cuatro días, durante los cuales Torry hizo su trabajo, informó de la temperatura ambiente, de la consistencia del suelo, de los colores de las hojas, de los niveles de la lluvia, y, lo más importante de todo, trajo visitantes.
A la señorita Haight, otra vez, el sábado. La señorita Haight era la joven sonriente y guapa con el brillante pelo castaño y el suave modo de andar. Vivía en la casa grande de la Calle Park. Era su tercera visita en un mes.
El domingo vino el reverendo Vollmar, el lunes la señorita Clark y el señor Henricks.
Y, a cada uno de ellos, Martin les explicó su perro. Cómo en primavera olía a flores silvestres y a tierra fresca; en verano tenía la piel caliente y el pelo tostado por el sol; en otoño, ahora, un tesoro de hojas doradas ocultas entre su pelaje, para que Martin pudiera explorarlo. Torry demostraba este proceso a los visitantes, tendiéndose boca arriba, esperando ser explorado.
Luego, una mañana, mamá le habó a Martin de la señorita Haight, la joven guapa y sonriente.
Estaba muerta.
Había fallecido en un accidente de automóvil en Glen Falls.
Martin estaba cogido a su perro, recordando a la señorita Haight, pensando en su modo de sonreír, pensando en sus brillantes ojos, en su maravilloso pelo castaño, en su delgado cuerpo, en su andar suave, en las bonitas historias que contaba acerca de las estaciones y de la gente.
Ahora está muerta. No sonreiría ni contaría historias nunca más. Porque estaba muerta.
-¿Qué hacen en la tumba, mamá, debajo del suelo?
-Nada.
-¿Quieres decir que se limitan a estar tendidos allí?
-A descansar allí -rectificó mamá.
-¿A descansar allí...?
-Sí -dijo mamá-. Eso es lo que hacen.
-No parece que tenga que ser muy divertido.
-No creo que lo sea.
-¿Por qué no se levantan y salen a dar un paseo de cuando en cuando si están cansados de estar allí?
-Bueno, ya has hablado bastante por hoy -dijo mamá.
-Sólo quería saberlo.
-Pues ahora ya lo sabes.
-A veces creo que Dios es tonto.
-¡Martin!
Pero Martin estaba lanzado.
-¿No crees que podría tratar mejor a la gente, y no obligarla a permanecer allí tendida, sin moverse? ¿No crees que podía encontrar un sistema mejor? Cuando yo le digo a Torry que se haga el muerto, lo hace durante un rato, pero cuando se cansa mueve la cola, y parpadea, y le dejo que se levante y salte a mi cama... Apuesto lo que quieras a que a esas personas que están en la tumba les gustaría poder hacer lo mismo, ¿verdad Torry?
Torry ladró.
-¡Basta! -dijo mamá, en tono firme-. ¡No me gusta que hables de esas cosas!
***
El otoño continuó. Torry corrió a través de los bosques, a lo largo de la orilla del río, por el cementerio, como era su costumbre, y arriba y abajo de la ciudad, sin olvidar nada.
A mediados de octubre, Torry empezó a obrar de un modo muy raro. Al parecer, no podía encontrar a nadie que viniera a visitar a Martin, nadie parecía prestar atención a su cartoncito. Pasó siete días seguidos sin traer a ningún visitante. Martin estaba profundamente desilusionado por ello.
Mamá se lo explicó.
-Todo el mundo está ocupado, hijo mío. La guerra, y todo eso... La gente tiene otras preocupaciones para andar leyendo los cartoncitos que un perro lleva colgados al cuello.
-Sí -dijo Martin-, debe de ser eso.
***
Pero la cosa era algo más complicada. Torry tenía un extraño brillo en los ojos. Como si en realidad no buscara a nadie, o no le importara, o... algo. Algo que Martin no conseguía imaginar. Tal vez Torry estaba enfermo. Bueno, al diablo con los visitantes. Mientras tuviera a Torry, todo iba bien.
Y entonces, un día, Torry salió de casa y no regresó.
Martin esperó tranquilamente al principio. Luego... nerviosamente. Luego... ansiosamente.
A la hora de cenar oyó que papá y mamá llamaban a Torry. No ocurrió nada. Fue inútil. No hubo ningún sonido de patas a lo largo del sendero que conducía a la casa. Ningún ladrido desgarró el frío aire nocturno. Nada, Torry se había marchado. Torry no iba a regresar a casa... nunca.
Unas hojas cayeron más allá de la ventana. Martin hundió el rostro en la almohada, sintiendo un agudo dolor en el pecho.
El mundo estaba muerto. Ya no había otoño, porque no había ya ninguna piel que lo trajera a la casa. No habría invierno, porque no habría unas patas humedecidas de nieve. No habría más estaciones. No habría más tiempo. El emisario se había perdido entre el tráfago de la civilización, probablemente aplastado por un automóvil, o envenenado, o robado, y no habría más tiempo.
Martin empezó a sollozar. No tendría ya más contacto con el mundo. El mundo estaba muerto.
***
Martin se enteró de que había llegado la fiesta de Todos los Santos por los tumultos callejeros. Pasó los tres primeros días de noviembre tumbado en la cama, mirando al techo, contemplando en él las alternativas de luz y de oscuridad. Los días se habían hecho más cortos, más oscuros, lo sabía por la ventana. Los árboles estaban desnudos. El viento de otoño cambió su ritmo y su temperatura, pero sólo era un espectáculo en la parte exterior de su ventana, nada más.
Martin leía libros acerca de las estaciones y de la gente de aquel mundo que ahora no existía. Escuchaba todos los días, pero no oía los sonidos que deseaba oír.
Llegó el viernes por la noche. Sus padres iban a ir al teatro. La señorita Tarkins, la vecina de la casa contigua, se quedaría un rato hasta que Martin cayera dormido, y luego se marcharía a su casa.
Mamá y papá entraron a darle las buenas noches y salieron al encuentro del otoño. Martin oyó el sonido de sus pasos en la calle.
La señorita Tarkins se quedó un rato, y cuando Martin dijo que estaba cansado, apagó todas las luces y se marchó a su casa.
A continuación, silencio. Martin permaneció tendido en la cama, contemplando las estrellas que se movían lentamente a través del cielo. Era una noche clara, iluminada por la luz de la luna. Una noche para vagabundear con Torry a través de la ciudad, a través del dormido camposanto, a lo largo de la orilla del río, cazando fantasmales sueños infantiles.
Sólo el viento era amistoso. Las estrellas no ladraban. Los árboles no se sentaban sobre sus patas traseras con expresión suplicante. Sólo el viento agitaba su cola contra la casa de cuando en cuando.
Eran más de las nueve.
Si Torry regresara ahora a casa, trayendo con él algo del mundo exterior... Un cardo, empapado en escarcha, o el viento en sus orejas. Si Torry regresara...
Y entonces, en alguna parte, se produjo un sonido.
Martin se incorporó en la cama, temblando. La luz de las estrellas se reflejó en sus pequeños ojos. Tendió el oído, escuchando.
El sonido se repitió.
Era tan leve como una punta de aguja moviéndose a través del aire a millas y millas de distancia.
Era el fantástico eco de un perro... ladrando.
Era el sonido de un perro acercándose a través de campos y arroyos, el sonido de un perro corriendo, lanzando su aliento al rostro de la noche. El sonido de un perro dando vueltas y corriendo. Se acercaba y se alejaba, crecía y disminuía, avanzaba y retrocedía, como si alguien lo llevara cogido de una cadena. Como si el perro estuviera corriendo y alguien le silbara desde atrás y el perro retrocediera, dando la vuelta, y echara a correr de nuevo hacia la casa.
Martin sintió que la habitación giraba a su alrededor, y la cama tembló con su cuerpo. Los muelles se quejaron con sus vocecitas metálicas.
El débil ladrido siguió avanzando, creciendo más y más.
¡Torry, ven a casa! ¡Torry, ven a casa! ¡Torry, muchacho, oh, Torry! ¿Dónde has estado? ¡Oh, Torry, Torry!
Otros cinco minutos. Cada vez más cerca, y Martin pronunciando el nombre del perro una y otra vez. Perro malo, perro malvado, marcharse de casa y dejarlo solo tantos días... Perro malo, perro bueno, ven a casa, oh, Torry, ven a casa y cuéntamelo todo... Las lágrimas cayeron y se disolvieron sobre el edredón.
Más cerca ahora. Muy cerca. En la misma calle, ladrando. ¡Torry!
Martin oyó su respiración. El sonido de las patas del perro en el montón de hojas secas, en el sendero que conducía a la casa. Y ahora... junto a la misma casa, ladrando, ladrando, ladrando. ¡Torry!
Ladrando junto a la puerta.
Martin se estremeció. ¿Bajaría a abrir al perro, o debía esperar a que papá y mamá regresaran a casa? Esperar. Sí, tenía que esperar. Pero sería insoportable si, mientras esperaba, el perro volvía a marcharse. No, bajaría a abrir, y su querido perro saltaría a sus brazos otra vez. ¡Torry!
Había empezado a escurrirse de la cama cuando oyó el otro sonido. La puerta que se abría. Alguien había sido lo bastante amable como para abrirle la puerta a Torry.
Torry había traído un visitante, desde luego. El señor Buchanan, o el señor Jacobs, o quizás la señorita Tarkins.
La puerta se abrió y se cerró y Torry corrió escaleras arriba, entró en la habitación y se encaramó al lecho de un salto.
-¡Torry! ¿Dónde has estado? ¿Qué has hecho toda esta semana?
Martin reía y lloraba al mismo tiempo. Se abrazó al perro. Y entonces dejó de reír y de llorar, repentinamente. Se quedó mirando a Torry con ojos asombrados.
El olor que había traído Torry era... distinto.
Era un olor a tierra. A tierra muerta. A tierra que olía a putrefacción, a tumba. De las patas de Torry se desprendieron pegotes de tierra putrefacta. Y... algo más. Un pequeño trozo blanquecino de... ¿piel?
¿Lo era? ¡Lo era! ¡LO ERA!
¿Qué clase de mensaje le traía Torry? ¿Qué significaba aquel mensaje? La tierra era... la espantosa tierra del cementerio.
Torry era un perro malo. Siempre cavando donde no debía.
Torry era un perro bueno. Siempre haciendo amigos con la misma facilidad. Torry era un perro bueno. Todo el mundo simpatizaba con él. Y Torry traía a la gente a casa.
Y ahora, el último visitante estaba subiendo la escalera:
Lentamente. Arrastrando un pie detrás del otro, penosamente, lentamente, lentamente, lentamente.
-¡Torry, Torry! ¿Dónde has estado? -gritó Martin.
Un pegote de tierra húmeda se desprendió del pecho del perro.
La puerta de la habitación se abrió.
Martin tenía compañía.

martes, 29 de noviembre de 2011

La Sirena, por Ray Bradbury


Allá afuera en el agua helada, lejos de la costa, esperábamos todas las noches la llegada de la niebla, y la niebla llegaba, y aceitábamos la maquinaria de bronce, y encendíamos los faros de niebla en lo alto de la torre. Como dos pájaros en el cielo gris, McDunn y yo lanzábamos el rayo de luz, rojo, luego blanco, luego rojo otra vez, que miraba los barcos solitarios. Y si ellos no veían nuestra luz, oían siempre nuestra voz, el grito alto y profundo de la sirena, que temblaba entre jirones de neblina y sobresaltaba y alejaba a las gaviotas como mazos de naipes arrojados al aire, y hacía crecer las olas y las cubría de espuma. 
-Es una vida solitaria, pero uno se acostumbra, ¿no es cierto? -preguntó McDunn. 
-Sí -dije-. Afortunadamente, es usted un buen conversador. 
-Bueno, mañana irás a tierra -agregó McDunn sonriendo- a bailar con las muchachas y tomar ginebra. 
-¿En qué piensa usted, McDunn, cuando lo dejo solo? 
-En los misterios del mar. 
McDunn encendió su pipa. Eran las siete y cuarto de una helada tarde de noviembre. La luz movía su cola en doscientas direcciones, y la sirena zumbaba en la alta garganta del faro. En ciento cincuenta kilómetros de costa no había poblaciones; sólo un camino solitario que atravesaba los campos desiertos hasta el mar, un estrecho de tres kilómetros de frías aguas, y unos pocos barcos. 
-Los misterios del mar -dijo McDunn pensativamente-. ¿Pensaste alguna vez que el mar es como un enorme copo de nieve? Se mueve y crece con mil formas y colores, siempre distintos. Es raro. Una noche, hace años, todos los peces del mar salieron ahí a la superficie. Algo los hizo subir y quedarse flotando en las aguas, como temblando y mirando la luz del faro que caía sobre ellos, roja, blanca, roja, blanca, de modo que yo podía verles los ojitos. Me quedé helado. Eran como una gran cola de pavo real, y se quedaron ahí hasta la medianoche. Luego, casi sin ruido, desaparecieron. Un millón de peces desapareció. Imaginé que quizás, de algún modo, vinieron en peregrinación. Raro, pero piensa qué debe parecerles una torre que se alza veinte metros sobre las aguas, y el dios-luz que sale del faro, y la torre que se anuncia a sí misma con una voz de monstruo. Nunca volvieron aquellos peces, ¿pero no se te ocurre que creyeron ver a Dios? 
Me estremecí. Miré las grandes y grises praderas del mar que se extendían hacia ninguna parte, hacia la nada. 
-Oh, hay tantas cosas en el mar. -McDunn chupó su pipa nerviosamente, parpadeando. Estuvo nervioso durante todo el día y nunca dijo la causa-. A pesar de nuestras máquinas y los llamados submarinos, pasarán diez mil siglos antes de que pisemos realmente las tierras sumergidas, sus fabulosos reinos, y sintamos realmente miedo. Piénsalo, allá abajo es todavía el año 300,000 antes de Cristo. Cuando nos paseábamos con trompetas arrancándonos países y cabezas, ellos vivían ya bajo las aguas, a dieciocho kilómetros de profundidad, helados en un tiempo tan antiguo como la cola de un cometa. 
-Sí, es un mundo viejo. 
-Ven. Te reservé algo especial. 
Subimos con lentitud los ochenta escalones, hablando. Arriba, McDunn apagó las luces del cuarto para que no hubiese reflejos en las paredes de vidrio. El gran ojo de luz zumbaba y giraba con suavidad sobre sus cojinetes aceitados. La sirena llamaba regularmente cada quince segundos. 
-Es como la voz de un animal, ¿no es cierto? -McDunn se asintió a sí mismo con un movimiento de cabeza-. Un gigantesco y solitario animal que grita en la noche. Echado aquí, al borde de diez billones de años, y llamando hacia los abismos. Estoy aquí, estoy aquí, estoy aquí. Y los abismos le responden, sí, le responden. Ya llevas aquí tres meses, Johnny, y es hora que lo sepas. En esta época del año -dijo McDunn estudiando la oscuridad y la niebla-, algo viene a visitar el faro. 
-¿Los cardúmenes de peces? 
-No, otra cosa. No te lo dije antes porque me creerías loco, pero no puedo callar más. Si mi calendario no se equivoca, esta noche es la noche. No diré mucho, lo verás tú mismo. Siéntate aquí. Mañana, si quieres, empaquetas tus cosas y tomas la lancha y sacas el coche desde el galpón del muelle, y escapas hasta algún pueblito del mediterráneo y vives allí sin apagar nunca las luces de noche. No te acusaré. Ha ocurrido en los últimos tres años y sólo esta vez hay alguien conmigo. Espera y mira. 
Pasó media hora y sólo murmuramos unas pocas frases. Cuando nos cansamos de esperar, McDunn me explicó algunas de sus ideas sobre la sirena. 
-Un día, hace muchos años, vino un hombre y escuchó el sonido del océano en la costa fría y sin sol, y dijo: "Necesitamos una voz que llame sobre las aguas, que advierta a los barcos; haré esa voz. Haré una voz que será como todo el tiempo y toda la niebla; una voz como una cama vacía junto a ti toda la noche, y como una casa vacía cuando abres la puerta, y como otoñales árboles desnudos. Un sonido de pájaros que vuelan hacia el sur, gritando, y un sonido de viento de noviembre y el mar en la costa dura y fría. Haré un sonido tan desolado que alcanzará a todos y al oírlo gemirán las almas, y los hogares parecerán más tibios, y en las distantes ciudades todos pensarán que es bueno estar en casa. Haré un sonido y un aparato y lo llamarán la sirena, y quienes lo oigan conocerán la tristeza de la eternidad y la brevedad de la vida". 
La sirena llamó. 
-Imaginé esta historia -dijo McDunn en voz baja- para explicar por qué esta criatura visita el faro todos los años. La sirena la llama, pienso, y ella viene... 
-Pero... -interrumpí. 
-Chist... -ordenó McDunn-. ¡Allí! 
-Señaló los abismos. 
-Algo se acercaba al faro, nadando. 
Era una noche helada, como ya dije. El frío entraba en el faro, la luz iba y venía, y la sirena llamaba y llamaba entre los hilos de la niebla. Uno no podía ver muy lejos, ni muy claro, pero allí estaba el mar profundo moviéndose alrededor de la tierra nocturna, aplastado y mudo, gris como barro, y aquí estábamos nosotros dos, solos en la torre, y allá, lejos al principio, se elevó una onda, y luego una ola, una burbuja, una raya de espuma. Y en seguida, desde la superficie del mar frío salió una cabeza, una cabeza grande, oscura, de ojos inmensos, y luego un cuello. Y luego... no un cuerpo, sino más cuello, y más. La cabeza se alzó doce metros por encima del agua sobre un delgado y hermoso cuello oscuro. Sólo entonces, como una islita de coral negro y moluscos y cangrejos, surgió el cuerpo desde los abismos. La cola se sacudió sobre las aguas. Me pareció que el monstruo tenía unos veinte o treinta metros de largo. 
No sé qué dije entonces, pero algo dije. 
-Calma, muchacho, calma -murmuró McDunn. 
-¡Es imposible! -exclamé. 
-No, Johnny, nosotros somos imposibles. Él es lo que era hace diez millones de años. No ha cambiado. Nosotros y la Tierra cambiamos, nos hicimos imposibles. Nosotros. 
El monstruo nadó lentamente y con una gran y oscura majestad en las aguas frías. La niebla iba y venía a su alrededor, borrando por instantes su forma. Uno de los ojos del monstruo reflejó nuestra inmensa luz, roja, blanca, roja, blanca, y fue como un disco que en lo alto de una mano enviase un mensaje en un código primitivo. El silencio del monstruo era como el silencio de la niebla. 
Yo me agaché, sosteniéndome en la barandilla de la escalera. 
-¡Parece un dinosaurio! 
-Sí, uno de la tribu. 
-¡Pero murieron todos! 
-No, se ocultaron en los abismos del mar. Muy, muy abajo en los más abismales de los abismos. Es ésta una verdadera palabra ahora, Johnny, una palabra real; dice tanto: los abismos. Una palabra con toda frialdad y la oscuridad y las profundidades del mundo. 
-¿Qué haremos? 
-¿Qué podemos hacer? Es nuestro trabajo. Además, estamos aquí más seguros que en cualquier bote que pudiera llevarnos a la costa. El monstruo es tan grande como un destructor, y casi tan rápido. 
-¿Pero por qué viene aquí? 
En seguida tuve la respuesta. 
La sirena llamó. 
Y el monstruo respondió. 
Un grito que atravesó un millón de años, nieblas y agua. Un grito tan angustioso y solitario que tembló dentro de mi cuerpo y de mi cabeza. El monstruo le gritó a la torre. La sirena llamó. El monstruo rugió otra vez. La sirena llamó. El monstruo abrió su enorme boca dentada, y de la boca salió un sonido que era el llamado de la sirena. Solitario, vasto y lejano. Un sonido de soledad, mares invisibles, noches frías. Eso era el sonido. 
-¿Entiendes ahora -susurró McDunn- por qué viene aquí? 
Asentí con un movimiento de cabeza. 
-Todo el año, Johnny, ese monstruo estuvo allá, mil kilómetros mar adentro, y a treinta kilómetros bajo las aguas, soportando el paso del tiempo. Quizás esta solitaria criatura tiene un millón de años. Piénsalo, esperar un millón de años. ¿Esperarías tanto? Quizás es el último de su especie. Yo así lo creo. De todos modos, hace cinco años vinieron aquí unos hombres y construyeron este faro. E instalaron la sirena, y la sirena llamó y llamó y su voz llegó hasta donde tú estabas, hundido en el sueño y en recuerdos de un mundo donde había miles como tú. Pero ahora estás solo, enteramente solo en un mundo que no te pertenece, un mundo del que debes huir. El sonido de la sirena llega entonces, y se va, y llega y se va otra vez, y te mueves en el barroso fondo de los abismos, y abres los ojos como los lentes de una cámara de cincuenta milímetros, y te mueves lentamente, lentamente, pues tienes todo el peso del océano sobre los hombros. Pero la sirena atraviesa mil kilómetros de agua, débil y familiar, y en el horno de tu vientre arde otra vez el juego, y te incorporas lentamente, lentamente. Te alimentas de grandes cardúmenes de bacalaos y de ríos de medusas, y subes lentamente por los meses de otoño, y septiembre cuando nacen las nieblas, y octubre con más niebla, y la sirena todavía llama, y luego, en los últimos días de noviembre, luego de ascender día a día, unos pocos metros por hora, estás cerca de la superficie, y todavía vivo. Tienes que subir lentamente: si te apresuras; estallas. Así que tardas tres meses en llegar a la superficie, y luego unos días más para nadar por las frías aguas hasta el faro. Y ahí estás, ahí, en la noche, Johnny, el mayor de los monstruos creados. Y aquí está el faro, que te llama, con un cuello largo como el tuyo que emerge del mar, y un cuerpo como el tuyo, y, sobre todo, con una voz como la tuya. ¿Entiendes ahora, Johnny, entiendes? 
La sirena llamó. 
El monstruo respondió. 
Lo vi todo..., lo supe todo. En solitario un millón de años, esperando a alguien que nunca volvería. El millón de años de soledad en el fondo del mar, la locura del tiempo allí, mientras los cielos se limpiaban de pájaros reptiles, los pantanos se secaban en los continentes, los perezosos y dientes de sable se zambullían en pozos de alquitrán, y los hombres corrían como hormigas blancas por las lomas. 
La sirena llamó. 
-El año pasado -dijo McDunn-, esta criatura nadó alrededor y alrededor, alrededor y alrededor, toda la noche. Sin acercarse mucho, sorprendida, diría yo. Temerosa, quizás. Pero al otro día, inesperadamente, se levantó la niebla, brilló el sol, y el cielo era tan azul como en un cuadro. Y el monstruo huyó del calor, y el silencio, y no regresó. Imagino que estuvo pensándolo todo el año, pensándolo de todas las formas posibles. 
El monstruo estaba ahora a no más de cien metros, y él y la sirena se gritaban en forma alternada. Cuando la luz caía sobre ellos, los ojos del monstruo eran fuego y hielo. 
-Así es la vida -dijo McDunn-. Siempre alguien espera que regrese algún otro que nunca vuelve. Siempre alguien que quiere a algún otro que no lo quiere. Y al fin uno busca destruir a ese otro, quienquiera que sea, para que no nos lastime más. 
El monstruo se acercaba al faro. 
La sirena llamó. 
-Veamos qué ocurre -dijo McDunn. 
Apagó la sirena. 
El minuto siguiente fue de un silencio tan intenso que podíamos oír nuestros corazones que golpeaban en el cuarto de vidrio, y el lento y lubricado girar de la luz. 
El monstruo se detuvo. Sus grandes ojos de linterna parpadearon. Abrió la boca. Emitió una especie de ruido sordo, como un volcán. Movió la cabeza de un lado a otro como buscando los sonidos que ahora se perdían en la niebla. Miró el faro. Algo retumbó otra vez en su interior. Y se le encendieron los ojos. Se incorporó, azotando el agua, y se acercó a la torre con ojos furiosos y atormentados. 
-¡McDunn! -grité-. ¡La sirena! 
McDunn buscó a tientas el obturador. Pero antes de que la sirena sonase otra vez, el monstruo ya se había incorporado. Vislumbré un momento sus garras gigantescas, con una brillante piel correosa entre los dedos, que se alzaban contra la torre. El gran ojo derecho de su angustiada cabeza brilló ante mí como un caldero en el que podía caer, gritando. La torre se sacudió. La sirena gritó; el monstruo gritó. Abrazó el faro y arañó los vidrios, que cayeron hechos trizas sobre nosotros. 
McDunn me tomó por el brazo. 
-¡Abajo! -gritó. 
La torre se balanceaba, tambaleaba, y comenzaba a ceder. La sirena y el monstruo rugían. Trastabillamos y casi caímos por la escalera. 
-¡Rápido! 
Llegamos abajo cuando la torre ya se doblaba sobre nosotros. Nos metimos bajo las escaleras en el pequeño sótano de piedra. Las piedras llovieron en un millar de golpes. La sirena calló bruscamente. El monstruo cayó sobre la torre, y la torre se derrumbó. Arrodillados, McDunn y yo nos abrazamos mientras el mundo estallaba. 
Todo terminó de pronto, y no hubo más que oscuridad y el golpear de las olas contra los escalones de piedra. 
Eso y el otro sonido. 
-Escucha -dijo McDunn en voz baja-. Escucha. 
Esperamos un momento. Y entonces comencé a escucharlo. Al principio fue como una gran succión de aire, y luego el lamento, el asombro, la soledad del enorme monstruo doblado sobre nosotros, de modo que el nauseabundo hedor de su cuerpo llenaba el sótano. El monstruo jadeó y gritó. La torre había desaparecido. La luz había desaparecido. La criatura que llamó a través de un millón de años había desaparecido. Y el monstruo abría la boca y llamaba. Eran los llamados de la sirena, una y otra vez. Y los barcos en alta mar, no descubriendo la luz, no viendo nada, pero oyendo el sonido debían de pensar: ahí está, el sonido solitario, la sirena de la bahía Solitaria. Todo está bien. Hemos doblado el cabo. 
Y así pasamos aquella noche. 
A la tarde siguiente, cuando la patrulla de rescate vino a sacarnos del sótano, sepultados bajo los escombros de la torre, el sol era tibio y amarillo.
-Se vino abajo, eso es todo -dijo McDunn gravemente-. Nos golpearon con violencia las olas y se derrumbó. 
Me pellizcó el brazo. 
No había nada que ver. El mar estaba sereno, el cielo era azul. La materia verde que cubría las piedras caídas y las rocas de la isla olían a algas. Las moscas zumbaban alrededor. Las aguas desiertas golpeaban la costa. 
Al año siguiente construyeron un nuevo faro, pero en aquel entonces yo había conseguido trabajo en un pueblito, y me había casado, y vivía en una acogedora casita de ventanas amarillas en las noches de otoño, de puertas cerradas y chimenea humeante. En cuanto a McDunn, era el encargado del nuevo faro, de cemento y reforzado con acero. 
-Por si acaso -dijo McDunn. 
Terminaron el nuevo faro en noviembre. Una tarde llegué hasta allí y detuve el coche y miré las aguas grises y escuché la nueva sirena que sonaba una, dos, tres, cuatro veces por minuto, allá en el mar, sola. 
¿El monstruo? 
No volvió. 
-Se fue -dijo McDunn-. Se ha ido a los abismos. Comprendió que en este mundo no se puede amar demasiado. Se fue a los más abismales de los abismos a esperar otro millón de años. Ah, ¡pobre criatura! Esperando allá, esperando y esperando mientras el hombre viene y va por este lastimoso y mínimo planeta. Esperando y esperando. 
Sentado en mi coche, no podía ver el faro o la luz que barría la bahía Solitaria. Sólo oía la sirena, la sirena, la sirena, y sonaba como el llamado del monstruo. 
Me quedé así, inmóvil, deseando poder decir algo.

Una obra maestra de Quino.


El Idilio, por Guy de Maupassant


El tren acababa de salir de Génova y se dirigía hacia Marsella, siguiendo las profundas ondulaciones de la larga costa rocosa, deslizándose como serpiente de hierro entre mar y montaña, reptando sobre playas de arena amarilla en las que el leve oleaje bordaba una lista de plata, y entrando bruscamente en las negras fauces de los túneles, lo mismo que entra una fiera en su cubil.
Una voluminosa señora y un hombre joven viajaban frente a frente en el último vagón, mirándose de cuando en cuando, pero sin hablarse. La mujer, que tendría veinticinco años, iba sentada junto a la ventanilla y miraba el paisaje. Era una robusta campesina piamontesa de ojos negros, pechos abultados y mofletuda. Había metido debajo del asiento de madera varios paquetes, y conservaba encima de sus rodillas una cesta.
El joven tendría veinte años; era flaco, curtido; tenía el color negro de las personas que cultivan la tierra a pleno sol. Llevaba a su lado, en un pañuelo, toda su fortuna: un par de zapatos, una camisa, unos pantalones y una chaqueta. También él había ocultado algo debajo del banco: una pala y un azadón, atados con una cuerda. Iba a Francia en busca de trabajo.
El sol, que ascendía en el cielo, derramaba sobre la costa una lluvia de fuego; era en los últimos días de mayo; revoloteaban por los aires aromas deliciosos, que penetraban en los vagones por las ventanillas abiertas. Los naranjos y limoneros en flor derramaban en la atmósfera tranquila sus perfumes dulzones, tan gratos, tan fuertes y tan inquietantes, mezclándolos con el hálito de las rosas que brotaban en todas partes como las hierbas silvestres, a lo largo de la vía, en los jardines lujosos, en las puertas de las chozas y en pleno campo.
Las rosas están en aquella costa como en su propia casa. Embalsaman la región con su aroma fuerte y ligero; gracias a ellas, es el aire una golosina, sabroso como el vino, y como el vino, embriagador.
El tren iba muy despacio, como entreteniéndose en aquel jardín, en aquella blandura. Se paraba a cada instante, en estaciones pequeñas, delante de unas pocas casas blancas, y en seguida echaba a andar otra vez, con paso tranquilo, después de haber lanzado silbidos. Nadie subía a él. Hubiérase dicho que el mundo entero dormitaba, sin decidirse a dar un paso en aquella cálida mañana de primavera.
La gruesa mujer cerraba de cuando en cuando los ojos, pero volvía a abrirlos bruscamente al sentir que la cesta se le iba de las rodillas. La volvía a su sitio con gesto rápido, miraba durante algunos minutos por la ventanilla y se amodorraba de nuevo. Gotas de sudor le cubrían la frente, y respiraba con dificultad, como si la acometiese una opresión dolorosa.
El joven había dejado caer la cabeza y dormía profundamente, como buen campesino.
Súbitamente, al salir de una pequeña estación, pareció despertarse la campesina, abrió su cesta, sacó un trozo de pan, huevos duros, un frasco de vino y ciruelas, unas hermosas ciruelas coloradas, y se puso a comer.
También el joven se había despertado bruscamente, la miraba, siguiendo con la vista el trayecto de cada bocado, desde las rodillas a la boca. Permanecía con los brazos cruzados, fija la mirada, hundidas las mejillas, cerrados los labios.
Comía ella con gula, bebiendo a cada instante un sorbo de vino para ayudar a pasar los huevos, y de cuando en cuando suspendía la masticación para dejar escapar un ligero resoplido.
Se lo tragó todo: el pan, los huevos, las ciruelas, el vino. En cuanto ella acabó de comer, el joven cerró los ojos. La joven se sintió algo apretada y se aflojó el corpiño. El joven volvió súbitamente a mirar.
Sin preocuparse por ello, la mujer se fue desabrochando el vestido; la fuerte presión de sus senos apartaba la tela, dejando ver, entre los dos, por la abertura creciente, algo de la ropa blanca interior y un trozo de piel.
Cuando la campesina se sintió más a sus anchas, dijo en italiano:
-No se puede respirar, de tanto calor como hace.
El joven le contestó en el mismo idioma y con el mismo acento:
-Hace un tiempo hermoso para viajar.
Ella le preguntó:
-¿Es usted del Piamonte?
-Soy de Asti.
-Y yo de Casale.
Eran de pueblos cercanos, trabaron conversación.
Se dijeron la sarta de vulgaridades que repiten constantemente las gentes del pueblo y que bastan para satisfacer a sus inteligencias tardas y sin horizontes. Hablaron de sus pueblos. Tenían enemigos comunes. Citaron nombres, y a medida que descubrían una nueva persona conocida de los dos, iba creciendo su amistad. Las frases salían rápidas, precipitadas, de sus labios, con las sonoras terminaciones y el acento cantarín del idioma italiano. Luego hablaron de sí mismos.
Ella estaba casada y había dejado sus tres hijos al cuidado de una hermana, porque había encontrado colocación de nodriza; era una buena colocación, en casa de una buena señora francesa, en Marsella.
Él iba en busca de trabajo. Le habían asegurado que lo encontraría por allí, porque se edificaba mucho.
Después guardaron silencio.
El calor se iba haciendo terrible, pues caía a torrentes sobre el techo de los vagones. Una nube de polvo se arremolinaba detrás del tren y se metía dentro, y el perfume de los naranjos y de las rosas se pegaba con más fuerza al paladar, como si se espesase y adquiriese más pesadez.
Otra vez se volvieron a dormir los dos viajeros.
Se despertaron casi a un tiempo. El sol descendía hacia la superficie del mar iluminando su sábana azul con un torrente de claridad. El aire era ahora más fresco y parecía más ligero.
La nodriza, con el corpiño abierto, los mofletes sucios y la mirada sin brillo, jadeaba; y exclamó con voz fatigosa:
-Desde ayer no he dado el pecho, y estoy mareada, como si fuera a desmayarme.
El joven no contestó, porque no supo qué decir. Ella prosiguió:
-Con la cantidad de leche que yo tengo, es indispensable dar de mamar tres veces al día; de lo contrario, se siente una molestia. Es como si llevase un peso sobre el corazón, un peso que me impide respirar y que me deja aplanada. Es una desgracia el ser tan abundante de leche.
Él murmuró:
-Sí. Es una desgracia. Eso debe de molestarla mucho.
En efecto, daba la impresión de estar muy enferma, agobiada y a punto de desfallecer. Dijo con voz apagada:
-Con sólo apretar encima, sale la leche como de una fuente. Es un espectáculo curioso. Parece increíble. Todos los habitantes de Casale venían a verlo.
-¡Ah, sí! -exclamó el joven.
-Como lo oye. Se lo haría ver a usted, pero con eso no adelanto nada. De esa forma no sale toda la cantidad que en este momento necesitaría.
No dijo más.
El tren se detuvo. En pie, junto a una barrera, estaba una mujer que tenía en sus brazos a un niño que lloraba. Era encanijada y harapienta.
La nodriza, que la contemplaba, dijo con voz de lástima:
-Ahí tiene usted una a la que yo podría aliviar. Y a mí me podría dar un gran alivio su pequeño. No soy rica, y la prueba está en que dejo mi casa, mi familia y al último hijo que he tenido para colocarme; pues con todo eso, daría a gusto cinco francos para que me dejase diez minutos a ese chico y poder darle de mamar. El niño se sosegaría y yo también. Sería como darme nueva vida.
Se calló otra vez. Luego se pasó varias veces la mano febril por la frente sudorosa, y se lamentó:
-No puedo aguantar más. Creo que me voy a morir.
Y se abrió completamente el corpiño con gesto inconsciente.
Surgió a la vista el seno derecho, enorme, tenso, con su pezón moreno. La pobre mujer gimoteaba:
-¡Ay Dios mío! ¡Ay Dios mío! ¿Qué voy a hacer yo?
El tren se había puesto otra vez en marcha y seguía su camino por entre flores que exhalaban el penetrante aroma de los atardeceres tibios. De cuando en cuando se descubría un barco de pesca que parecía dormido sobre el mar azul, con sus blancas velas inmóviles, reflejándose en el agua como si hubiese otro barco boca abajo.
El joven, confuso, balbució:
-Señora... Tal vez yo mismo... podría aliviarla.
Ella le contestó con voz entrecortada:
-Desde luego...; si es usted tan amable. Me haría usted un gran favor. No puedo resistir más; no puedo resistir más.
El joven se arrodilló delante de ella, y la mujer se inclinó, poniéndole en la boca, con gesto de nodriza, su pezón moreno. Al cogerlo entre sus dos manos para acercarlo al hombre, apareció en la punta una gota de leche. El joven se la bebió con avidez, cogiendo entre sus labios, como un niño recién nacido, aquella teta pesada, Y se puso a mamar glotonamente, con ritmo regular.
Se había cogido a la cintura de la mujer con sus dos brazos y se la apretaba, para acercarla más; y bebía a tragos, lentamente, con movimiento del cuello igual al de los niños.
De pronto le dijo ella:
-Ya me ha descargado bastante de ésta. Coja ahora la otra.
La cogió, con docilidad.
La mujer había puesto sus dos manos encima de las espaldas del joven y respiraba profundamente, con felicidad, saboreando el aroma de las flores que se mezclaba con las corrientes de aire que la marcha del tren precipitaba dentro de los vagones.
-¡Qué bien huele! -dijo ella.
El joven no contestó; seguía bebiendo de aquel manantial de carne y cerraba los ojos como para saborear mejor.
Ella lo apartó con suavidad.
-Basta. Me siento mejor. Esto me ha dado vida y tranquilidad.
Se levantó él, enjugándose la boca con el revés de la mano.
Y ella le dijo, al mismo tiempo que se metía dentro del corpiño aquellas dos cantimploras vivientes:
-Me ha hecho usted un gran favor. Se lo agradezco mucho, señor.
Pero el joven le contestó con acento reconocido:
-Soy yo quien le da las gracias, señora. ¡Llevaba dos días sin probar bocado!

Discrimen, por Andrés Moreno Galindo


Los hombres esperan. Escucho el sonido de sus pies golpeando el suelo para intentar combatir el frío. Han aguardado, como siempre, mi orden. Necesitaban escucharla, sin asomo de temblor, despojada de dudas, de incertidumbres. Pero al abrir la boca he sentido que las palabras se quebraban en mi garganta, y he callado. Ahora estoy aquí, escribiendo sentado sobre esta roca, dejando que el agua entumezca mis pies. Dudando por primera vez, como un recluta que se mea de miedo mientras escucha los alaridos del enemigo a punto de atacar. Mientras estoy aquí, con los pies hundidos en el agua que se precipita por este torrente, quien sabe si destinado a pasar a los anales de la Historia, dudo como si no fuera un descendiente de los dioses, un elegido predestinado a momentos de gloria. Me asusta más esta duda que la emoción que me hizo llorar ante la estatua de Magno, el auténtico, no ese impostor, el hijo del Carnicero, que pasea envanecido su barrigón y sus ínfulas por el Foro, pavoneándose de victorias que ya casi nadie recuerda. Magnus... menudo chiste.

Dudo, porque me empujan contra mis semejantes. Yo no he querido llegar a esto, pero si inclino la cabeza y me someto, será mi fin, y posiblemente el fin de mi estirpe. Me juzgarán, y ya se encargará  n mis enemigos de que me condenen. Esos politicuchos, esa caterva de ineptos que no ven más allá de sus narices... Su ambición, su bienestar, sus jardines y juegos... No luchan como hombres, se mueven sinuosamente, como serpientes, y cuando te descuidas te han inyectado su ponzoña y mueres como un perro, sin gloria, sin honor. Me sentenciarán, escupirán sobre mi cara y sobre la cara de mis antepasados, y de nada valdrán mis esfuerzos, las noches sin dormir, las marchas de días, las batallas... Me envidian, no soportan mis éxitos, me envidian y me temen, y ni siquiera el hecho de que les haya liberado de quienes tantas veces han descendido por estos mismos valles, matando, esclavizando, violando... ni siquiera eso les contendrá. Me acusará ese anacronismo ambulante, ese viejo que pasea su semidesnudez por las calles apelando a valores que se perdieron hace cientos de años. O ese abogaducho , señalándome con ese dedo que nunca se ha manchado de sangre, sino de tinta y cera de sus tablillas. No debo permitirlo. Y sin embargo, dudo.

Miro hacia la otra orilla y sé que una vez tomada la decisión no habrá marcha atrás. Arrastraré a mi pueblo a otra guerra civil. Quebrantaré las leyes, ofenderé a los dioses, me convertiré en un proscrito. Y si pierdo esta apuesta, puedo imaginar las consecuencias. Ocultarán mis logros, sepultarán mi nombre bajo la inmundicia y acabaré mis días en un destierro de oprobio y humillación. Si cruzo este riachuelo, solo me vale ganar, destrozar a mis adversarios y sentarme para ver a mis acusadores implorando mi clemencia, sollozando y besando los bordes de mi toga. Suplicarán mi perdón, lamentando sus equivocaciones, y me rogarán que olviden las injurias, las calumnias, que pase por alto sus acusaciones, como cuando me obligaron a divorciarme de mi mujer para mantener mi nombre sin mácula, o como cuando hicieron correr el bulo de que me había prostituido con el rey de Bitinia, aquel anciano... por todo eso me pedirán perdón, empapando mis botas con sus lágrimas de cobardes.

Sigo escuchando los golpes de los pies de los hombres en el suelo, mezclado con el murmullo de sus conversaciones. Están impacientes. Basta ya. Debo dejar de escribir. Romperé esto y lo lanzaré al río. Mi escriba transcribirá mis actos futuros. No debo permitir que un titubeo, una vacilación, manche mi historia. La Decimotercera aguarda. Me seguirían hasta el mismísimo Hades y le rebanarían las pelotas a Plutón si se lo ordenara, cubiertos de sangre, gritando como locos, redoblando sus ataques ante la simple visión de mi capa de general. Hoy no les voy a pedir algo tan complicado. Por lo menos para ellos. Hoy, solamente les pediré que crucen un riachuelo.

Inercia, al desnudo, por Andrés Moreno Galindo


Siempre he sido una persona de costumbres. O, más bien, una persona de inercias. Y digo “inercias” porque, bien pensado, cuando adoptas una costumbre es porque la misma te proporciona satisfacción. Sin embargo, ser una persona de inercias conlleva altas dosis de aburrimiento y hastío, de falta de lucha. Una sensación parecida es la que siento yo, al repetir día tras día, noche tras noche, las mismas cosas, no porque encuentre deleite en ellas, sino porque me niego a luchar contra la corriente, a buscar otra alternativa, a dar un golpe de efecto que cambie mi vida y me libere de las ataduras de una vida carente de emociones, de alicientes. Podéis llamarlo pereza, falta de energía, conformismo... el hecho cierto es que estoy atrapado por una serie de compromisos de los cuales no puedo o no quiero escapar, a pesar de que gran parte de ellos hace tiempo que han perdido interés para mí. Por inercia tomo siempre la misma ruta para ir al trabajo, por inercia desayuno siempre con los mismos compañeros, desgranando sin convicción los mismos tópicos que se perpetúan en nuestras conversaciones desde hace ya tantos años... Por inercia leo el mismo periódico, como lo mismo en el mismo restaurante, bebo la misma marca de vino, la misma marca de licor, y así ad infinitum. Si algún día alguien lee esto, estoy seguro de que pensará que fui la persona con menos alicientes de mi tiempo, y tendría razón, sólo que ese calificativo lo comparto desde hace años con mi amigo R., cuya existencia es un calco de la mía. Fuimos compañeros de estudios desde la infancia, después compartimos nuestra adolescencia, y por fin hemos acabado desempeñando el mismo trabajo en una oficina poblada de moluscos humanos como nosotros, que como nosotros también se dejan llevar mansamente. Y así como la inercia nos arrastra a desayunar lo mismo desde hace más de treinta años, la inercia nos impele  a la partida de ajedrez de los sábados, partida que, indefectiblemente, tiene lugar en mi casa, por un motivo que se nos escapa a los dos, si es que en algún momento hemos reflexionado sobre ello. El ritual es, como se puede suponer, siempre el mismo. R. llega a las 11 en punto, cuelga su chaqueta y su sombrero en el perchero del recibidor y juntos pasamos a mi biblioteca, donde una lámpara, herencia de mis padres,  proporciona a la estancia una luminosidad que apenas nos permite contemplarnos más allá del tablero.. Jugamos en silencio hasta las doce o doce y cuarto, dejando casi siempre la partida inacabada, momento en el que apagamos las luces y nos sentamos en sendos butacones frente a la chimenea, fumando, bebiendo jerez y charlando de insustancialidades hasta bien entrada la noche.. El sabor del jerez y del tabaco de pipa, las sombras danzando en nuestras caras al son de las llamas de la chimenea, la conversación, acostumbran a hacer nuestro aburrimiento más fácil de sobrellevar. Sólo en contadísimas ocasiones hemos renunciado a este ritual. Hoy es una de esas ocasiones. De hecho, escribo esto tan solo una hora después de haber despedido a un R. al que me ha costado reconocer. Todavía puedo verlo sentado delante de mí, con un leve temblor en la mano que sostenía su copa de jerez. Su conversación de esta noche, mas bien su monólogo, ha supuesto una  variación en la temática de nuestras charlas. Todavía parece resonar en la estancia el eco de su voz...
Le aseguro, mi querido H., que he tenido suerte esta tarde. Circulaba  por la carretera que conduce a la costa, cuando he podido esquivar por los pelos a uno de esos turistas de la ciudad que  ha ignorado una señal de Stop. De pronto, me he encontrado frente a mis narices el deportivo, y he tenido el tiempo justo de dar un volantazo y esquivarlo. Créame si le digo que ha sido cosa de centímetros R. hizo un gesto de alivio y sorbió su jerez Estas son las cosas, H., que le hacen a uno plantearse el porqué de su existencia. Uno transita por la vida con la tranquilidad y la prudencia por bandera, y de repente el destino pone en tu camino la fatalidad y todo se desmorona como un castillo de naipes, y espero que me disculpe por este símil. Amigo H., he decidido disfrutar un poco más de la vida, salir más, hacer incluso un viaje por el extranjero. Siento como si el incidente de esta tarde hubiera sido un guiño del destino, un aviso, una sacudida a mi hastío vital. Sí, creo que voy a cambiar un poco mis hábitos, salir de la rutina, dar un golpe de mano en mi vida. En fin, H., creo que ya va siendo hora de marcharme. Siento un mareo, un sopor... Creo que necesito descansar.
Sí, todavía me parece verlo levantarse y caminar hacia la puerta, tambaleándose un poco,  aunque menos de lo que se podría esperar, dadas las circunstancias. Y digo esto porque también para mí ha sido un día fuera de lo normal, lleno de incidentes. A media tarde he tenido que ir a identificar el cadáver de mi amigo R., muerto en accidente de circulación, al chocar de frente con un deportivo en la carretera de la costa. Su cuerpo ha quedado prácticamente intacto. Sólo la herida en la nuca, la que le ha causado la muerte, la misma que yo acabo de ver hace unos instantes al girarse para marchar hacia la puerta, revela lo que le ha pasado. Bien, les dejo, he de subir a acostarme. Por cierto, qué cabeza la mía, se me olvida algo. Demasiadas emociones para un tipo como yo. El caso es que R. no viajaba solo. Verán, mañana es mi cumpleaños, y R. acompañaba a mi mujer a la ciudad para comprarme un regalo. Ella ha tenido menos suerte. El impacto del choque le hizo atravesar el parabrisas de coche de R y la lanzó encima del deportivo, segundos antes de que éste comenzara a arder.  Pobre amor mío, cuanto ha debido sufrir... Ahora sí que les dejo. He de subir a mi dormitorio, a nuestro dormitorio. La he escuchado llamándome. Como siempre. Y no me resulta extraño.. Ella también es lo que podríamos denominar... una persona de inercias.

jueves, 24 de noviembre de 2011

Emma Zunz, por Jorge Luis Borges


El catorce de enero de 1922, Emma Zunz, al volver de la fábrica de tejidos Tarbuch y Loewental, halló en el fondo del zaguán una carta, fechada en el Brasil, por la que supo que su padre había muerto. Emma leyó que el señor Maier había ingerido por error una fuerte dosis de veronal y había fallecido el tres del corriente en el hospital de Bagé. Recogió el papel y se fue a su cuarto. Furtivamente lo guardó en un cajón como si de algún modo ya conociera los hechos ulteriores. Ya había empezado a vislumbrarlos, tal vez; ya era la que sería.
En la creciente oscuridad, Emma lloró hasta el fin de aquel día el suicidio de Manuel Maier, que en los antiguos días felices fue Emanuel Zunz. Recordó veraneos en una charca, cerca de Gualeguay, recordó (trató de recordar) a su madre, recordó la casita de Lanús que les remataron, recordó los amarillos losanges de la ventana, recordó el auto de prisión, el oprobio, recordó los anónimos con el suelto sobre el <>, recordó (pero jamás lo olvidaba) que su padre, la última noche, le había jurado que el ladrón era Loewenthal. Loewenthal, Aarón Loewenthal, antes gerente de la fábrica y ahora uno de los dueños. Emma desde 1916 guardaba el secreto. A nadie se lo había revelado, ni siquiera a su mejor amiga, Elsa Urstein.
No durmió aquella noche, y cuando la primera luz definió el rectángulo de la ventana, ya estaba perfecto su plan. Procuró que ese día, que le pareció interminable, fuera como los otros. Había en la fábrica rumores de huelga. Emma se declaró como siempre contra la violencia. A las seis, concluido el trabajo, fue con Elsa al club de mujeres, que tiene gimnasio y pileta. Con Elsa y con la menor de las Kronfuss discutió a qué cinematógrafo irían el domingo por la tarde. Luego, se habló de novios y nadie esperó que Emma hablara. En abril cumpliría diecinueve años, pero los hombres le inspiraban aún un temor casi patológico.
El sábado la impaciencia la despertó. Leyó en La Prensa que el Nordstjärnam, de Malmö, zarparía esa noche del dique 3; llamó por teléfono a Loewenthal, insinuó que deseaba comunicar, sin que lo supieran las otras, algo sobre la huelga y prometió pasar por el escritorio al anochecer. Le temblaba la voz, el temblor convenía a una delatora.
Emma vivía en Almagro, en la calle Liniers, nos consta que esa tarde fue al puerto. Entró en dos o tres bares, vio la rutina o los manejos de otras mujeres.
Dio al fin con hombres del Nordstjärnam. De uno muy joven, temió que le inspirara alguna ternura y optó por otro, quizá más bajo que ella y grosero para que la pureza del horror no fuera mitigada. El hombre la condujo a una puerta y después a un turbio zaguán y después a una escalera tortuosa y después a un vestíbulo y después a un pasillo y después a una puerta que se cerró.
Cuando se quedó sola, Emma no abrió en seguida los ojos. En la mesa de luz estaba el dinero que había dejado el hombre: Emma se incorporó y lo rompió. Romper el dinero es una impiedad como tirar el pan; Emma se arrepintió, apenas lo hizo. El temor se perdió en la tristeza de su cuerpo, en el asco. El asco y la tristeza la encadenaban, pero Emma lentamente se levantó y procedió a vestirse.
Aarón Loewenthal era, para todos, un hombre serio; para sus pocos íntimos, un avaro. Vivía en los altos de la fábrica, solo. Establecido en el desmantelado arrabal, temía a los ladrones; en el patio de la fábrica había un gran perro y en el cajón de su escritorio, nadie lo ignoraba, un revólver. Había llorado con decoro, el año anterior, la inesperada muerte de su mujer, pero el dinero era su verdadera pasión. Calvo, corpulento, enlutado, de quevedos ahumados y barba rubia, esperaba de pie junto a la ventana, el informe confidencial de la obrera Zunz.
Las cosas no ocurrieron como había previsto Emma Zunz. Desde la madrugada anterior, ella se había soñado muchas veces, dirigiendo el firme revólver, forzando al miserable a confesar la miserable culpa y exponiendo la intrépida estratagema que permitiría  la justicia de Dios triunfar de la justicia humana. Luego, un solo balazo en mitad del pecho rubricaría la suerte de Loewenthal. Pero las cosas no ocurrieron así.
Ante Aarón Loewenthal, más que la urgencia de vengar a su padre, Emma sintió la de castigar el ultraje padecido por ello. No podía no matarlo después de la minuciosa deshonra. Tampoco tenía tiempo para perder en teatralerías. Sentada, tímida, pidió excusas a Loewenthal, invocó (a fuer de delatora) las obligaciones de la lealtad, pronunció algunos nombres, dio a entender otros y se cortó como si la venciera el temor. Cuando éste, incrédulo de tales aspavientos, pero indulgente, volvió del comedor, Emma ya había sacado del cajón el pesado revólver. Apretó el gatillo dos veces.
El considerable cuerpo se desplomó como si los estampidos y el humo lo hubieran roto, el vaso de agua se rompió, la cara la miró con asombro y cólera, la boca de la cara la injurió en español y en ídish. Las malas palabras no cejaban, Emma tuvo que hacer fuego otra vez. En el patio, el perro encadenado rompió a ladrar, y una efusión de brusca sangre manó de los labios obscenos y manchó la barba y la ropa. Los ladridos tirantes le recordaron que no podía, aún, descansar. Desordenó  el diván, desabrochó el saco del cadáver, le quitó los quevedos salpicados y los dejó sobre el fichero. Luego tomó el teléfono y repitió lo que tantas veces repetiría, con esas y con otras palabras: <<Ha ocurrido una cosa que es increíble… El señor Loewenthal me hizo venir con el pretexto de la huelga… Abusó de mí, lo maté…>>
La historia era increíble, en efecto, pero se impuso a todos porque sustancialmente era cierta. Verdadero era el tono de Emma Zunz, verdadero el pudor, verdadero el odio. Verdadero también era el ultraje que había padecido; sólo eran falsas las circunstancias, la hora y uno o dos nombres propios.
Jorge Luis Borges

miércoles, 23 de noviembre de 2011

El leve Pedro, por Enrique Anderson Imbert


Durante dos meses se asomó a la muerte. El médico refunfuñaba que la enfermedad de Pedro era nueva, que no había modo de tratarse y que él no sabía qué hacer... Por suerte el enfermo, solito, se fue curando. No había perdido su buen humor, su oronda calma provinciana. Demasiado flaco y eso era todo. Pero al levantarse después de varias semanas de convalecencia se sintió sin peso. -Oye -dijo a su mujer- me siento bien pero ¡no sé!, el cuerpo me parece... ausente. Estoy como si mis envolturas fueran a desprenderse dejándome el alma desnuda -Languideces -le respondió su mujer. -Tal vez. Siguió recobrándose. Ya paseaba por el caserón, atendía el hambre de las gallinas y de los cerdos, dio una mano de pintura verde a la pajarera bulliciosa y aun se animó a hachar la leña y llevarla en carretilla hasta el galpón. Según pasaban los días las carnes de Pedro perdían densidad. Algo muy raro le iba minando, socavando, vaciando el cuerpo. Se sentía con una ingravidez portentosa. Era la ingravidez de la chispa, de la burbuja y del globo. Le costaba muy poco saltar limpiamente la verja, trepar las escaleras de cinco en cinco, coger de un brinco la manzana alta. -Te has mejorado tanto -observaba su mujer- que pareces un chiquillo acróbata. Una mañana Pedro se asustó. Hasta entonces su agilidad le había preocupado, pero todo ocurría como Dios manda. Era extraordinario que, sin proponérselo, convirtiera la marcha de los humanos en una triunfal carrera en volandas sobre la quinta. Era extraordinario pero no milagroso. Lo milagroso apareció esa mañana. Muy temprano fue al potrero. Caminaba con pasos contenidos porque ya sabía que en cuanto taconeara iría dando botes por el corral. Arremangó la camisa, acomodó un tronco, tomó el hacha y asestó el primer golpe. Entonces, rechazado por el impulso de su propio hachazo, Pedro levantó vuelo. Prendido todavía del hacha, quedó un instante en suspensión levitando allá, a la altura de los techos; y luego bajó lentamente, bajó como un tenue vilano de cardo. Acudió su mujer cuando Pedro ya había descendido y, con una palidez de muerte, temblaba agarrado a un rollizo tronco. -¡Hebe! ¡Casi me caigo al cielo! -Tonterías. No puedes caerte al cielo. Nadie se cae al cielo. ¿Qué te ha pasado?
Pedro explicó la cosa a su mujer y ésta, sin asombro, le convino:
-Te sucede por hacerte el acróbata. Ya te lo he prevenido. El día menos pensado te desnucarás en una de tus piruetas. -¡No, no! -insistió Pedro-. Ahora es diferente. Me resbalé. El cielo es un precipicio, Hebe. Pedro soltó el tronco que lo anclaba pero se asió fuertemente a su mujer. Así abrazados volvieron a la casa. -¡Hombre! -le dijo Hebe, que sentía el cuerpo de su marido pegado al suyo como el de un animal extrañamente joven y salvaje, con ansias de huir-. ¡Hombre, déjate de hacer fuerza, que me arrastras! Das unas zancadas como si quisieras echarte a volar. -¿Has visto, has visto? Algo horrible me está amenazando, Hebe. Un esguince, y ya comienza la ascensión. Esa tarde, Pedro, que estaba apoltronado en el patio leyendo las historietas del periódico, se rió convulsivamente, y con la propulsión de ese motor alegre fue elevándose como un ludión, como un buzo que se quita las suelas. La risa se trocó en terror y Hebe acudió otra vez a las voces de su marido. Alcanzó a agarrarle los pantalones y lo atrajo a la tierra. Ya no había duda. Hebe le llenó los bolsillos con grandes tuercas, caños de plomo y piedras; y estos pesos por el momento dieron a su cuerpo la solidez necesaria para tranquear por la galería y empinarse por la escalera de su cuarto. Lo difícil fue desvestirlo. Cuando Hebe le quitó los hierros y el plomo, Pedro, fluctuante sobre las sábanas, se entrelazó con los barrotes de la cama y le advirtió: -¡Cuidado, Hebe! Vamos a hacerlo despacio porque no quiero dormir en el techo. -Mañana mismo llamaremos al médico. -Si consigo estarme quieto no me ocurrirá nada. Solamente cuando me agito me hago aeronauta. Con mil precauciones pudo acostarse y se sintió seguro. -¿Tienes ganas de subir? -No. Estoy bien. Se dieron las buenas noches y Hebe apagó la luz. Al otro día cuando Hebe despegó los ojos vio a Pedro durmiendo como un bendito, con la cara pegada al techo. Parecía un globo escapado de las manos de un niño. -¡Pedro, Pedro! -gritó aterrorizada.
Al fin Pedro despertó, dolorido por el estrujón de varias horas contra el cielo raso. ¡Qué espanto! Trató de saltar al revés, de caer para arriba, de subir para abajo. Pero el techo lo succionaba como succionaba el suelo a Hebe. -Tendrás que atarme de una pierna y amarrarme al ropero hasta que llames al doctor y vea qué pasa. Hebe buscó una cuerda y una escalera, ató un pie a su marido y se puso a tirar con todo el ánimo. El cuerpo adosado al techo se removió como un lento dirigible. Aterrizaba. En eso se coló por la puerta un correntón de aire que ladeó la leve corporeidad de Pedro y, como a una pluma, la sopló por la ventana abierta. Ocurrió en un segundo. Hebe lanzó un grito y la cuerda se le desvaneció, subía por el aire inocente de la mañana, subía en suave contoneo como un globo de color fugitivo en un día de fiesta, perdido para siempre, en viaje al infinito. Se hizo un punto y luego nada.