lunes, 19 de diciembre de 2011

Propiedades de un sillón, por Julio Cortázar


En casa del Jacinto hay un sillón para morirse. Cuando la gente se pone vieja, un día la invitan a sentarse en el sillón que es un sillón como todos pero con una estrellita plateada en el centro del respaldo. La persona invitada suspira, mueve un poco las manos como si quisiera alejar la invitación y después va a sentarse en el sillón y se muere. Los chicos, siempre traviesos, se divierten en engañar a las visitas en ausencia de la madre, y las invitan a sentarse en el sillón. Como las visitas están enteradas pero saben que de eso no se debe hablar, miran a los chicos con gran confusión y se excusan con palabras que nunca se emplean cuando se habla con los chicos, cosa que a éstos los regocija extraordinariamente.

Al final las visitas se valen de cualquier pretexto para no sentarse, pero más tarde la madre se da cuenta de lo sucedido y a la hora de acostarse hay palizas terribles. No por eso escarmientan, de cuando en cuando consiguen engañar a alguna visita cándida y la hacen sentarse en el sillón. En esos casos los padres disimulan, pues temen que los vecinos lleguen a enterarse de las propiedades del sillón y vengan a pedirlo prestado para hacer sentar a una u otra persona de su familia o amistad. Entretanto los chicos van creciendo y llega un día en que sin saber por qué dejan de interesarse por el sillón y las visitas. Más bien evitan entrar en la sala, hacen un rodeo por el patio, y los padres, que ya están muy viejos, cierran con llave la puerta de la sala y miran atentamente a sus hijos como queriendo leer su pensamiento. Los hijos desvían la mirada y dicen que ya es hora de comer o de acostarse.
Por las mañanas el padre se levanta el primero y va siempre a mirar si la puerta de la sala sigue cerrada con llave, o si alguno de los hijos no ha abierto la puerta para que se vea el sillón desde el comedor, porque la estrellita de plata brilla hasta en la oscuridad y se la ve perfectamente desde cualquier parte del comedor.

La fuente de Kevin


El caso del atún desaparecido, por Andrés Moreno Galindo



Con el culo pegado al escay barato del sillón y sudando por todos los poros de mi cuerpo, me sentía como un tomate puesto a secar al sol. Notaba la ropa como una película aceitosa adherida a mi piel. Para variar, el ventilador del techo no funcionaba. Claro que eso resulta bastante lógico cuando debes dos recibos de la luz. Estaba la carpeta con los casos en los que trabajaba,  pero ya ni fuerzas tenía para abanicarme con ella. Necesitaba pasta. Con urgencia. También debía el alquiler del cuchitril que hacía las veces de mi despacho y, últimamente, de hogar. Menudo hogar. Una pocilga de paredes de conglomerado sin ventilación. El muy cabrón del dueño, un viejo macarroni reseco y arrugado, le sacaba jugo al edificio. Joder, que si se lo sacaba. Había comprado por cuatro duros aquella ruina de cemento y dividido los enormes despachos con aquellos tabiques baratos que dejaban pasar el sonido de una uña rascando el culo. De cada oficina había sacado cuatro ensaladeras, como las llamaba el muy mamón cuando se empapaba de whisky del bueno. El jodido avaro me hubiera echado de allí sin más zarandajas, como hacía con todos los que no pagaban a tiempo. Afortunadamente, le había hecho un favor a aquel puto pepperoni, un asunto con un fulano que rondaba a su mujer y que una tarde había acabado en Urgencias con las criadillas más machacadas que un ajo para la ensalada. Muy desagradable, pero de momento tenía al viejo cabrón cogido por las pelotas con el tema del galán descojonado, así que de momento hacía la vista gorda con los retrasos de mi alquiler.

Estaba pimplándome un vaso del vinagre que me vendían a granel como vino en la bodega de la esquina cuando sonaron los golpes en la puerta. Flojitos, como indecisos. Buena señal, me dije. Personal timidillo, sin experiencia, a quien poder convencer con labia de la buena, que de esa todavía andaba sobrado, y sacarle la pasta que tanto necesitaba. Apuré el vaso, bajando rápido el ardiente tintorro, e intenté recomponer mi aspecto. Eso me llevó poco tiempo, apenas erguirme un poco en la silla, dejar de rascarme la entrepierna y esconder la botella en el cajón. Cogí la carpeta de casos y puse cara de estudiar con detenimiento algún informe. Desde el interior de la carpeta una chica de generosos (y desnudos) pechos pareció guiñarme el ojo desde la portada de una sobada revista pornográfica.

-Adelante, pase –pronuncié con mi tono más firme, sin levantar la mirada del canalillo de la rubia de la portada.

-¿El señor York?

Mientras desviaba lentamente la mirada de las exuberancias de Rita (llevaba la revista tanto tiempo conmigo que les había puesto nombre a las chicas, qué quieren, soy un sentimental) ahogué un ¡Bingo!. Chica joven e inexperta, con marido aficionado al bebercio, al juego y a las faldas ajenas. Una bicoca para un perro viejo como yo. Empecé a calcular mentalmente dietas, pasta para sobornos, horas de vigilancia... el día empezaba a aclararse. Erguí del todo la cabeza (hasta luego, Rita) y contemplé a mi visita. Mi instinto no me había fallado. Veintipocos, morena y con las curvas mejor puestas que las de la nueva carretera de la costa. Embutida en un ceñido vestido verde, parecía una jugosa lechuga Iceberg. Demasiado fresca y joven para este viejo tomate reseco, pensé, pero qué narices, peores maridajes había visto en mi vida.

-Sí, yo mismo, para servirle. ¿En qué puedo ayudarle... señorita... señora...?

-Señorita Lettuce –se sonrojó. Bien. Rojo sobre blanco, pero yo seguía viendo sólo el verde. El verde del vestido, el verde de los billetes, el viejo verde en el que me había convertido yo... – Quiero que encuentre a mi padre (adiós, marido putero, hola, papá). Desapareció hace unas semanas, y no lo hemos vuelto a ver... necesito su ayuda, señor York.

-Muy bien, pero siéntese, siéntese, no se quede de pie – despegué mi culo de la silla, rezando para que no se escuchara el desagradable ruidito que a veces hacía el escay cuando me levantaba demasiado deprisa, y le señalé la silla de madera frente a mi escritorio. Se sentó tímidamente, en el borde de la silla, como una niña buena y recatada. Sentí que la temperatura de la habitación subía un par de grados. –Usted dirá...

La señorita Lettuce me miró fijamente (no, sus ojos no eran verdes, tampoco era cuestión de convertir la cosa en el puñetero Día de San Patricio), y abriendo su pequeño bolsito, me tendió una foto y un sobre.

-Este es mi padre, señor York. Detrás están anotados sus datos personales, y en el sobre he apuntado la información que podría serle de utilidad. Última vez que lo vi, posibles enemigos, aficiones... –era una chica lista, de eso no había duda-. Échele un vistazo. Mañana, si quiere, puedo volver y le aclaro cualquier duda que tenga.. Sólo hay una cosa que le pido. Mi madre no debe enterarse de que he acudido a usted.

Ahora empezaba a entender. Una señorita tan fina acudiendo a un detective acabado que se revolcaba en más mierda que una piara de cerdos. Secretos de familia. Algo turbio. Algo que se debía remover y mezclar en silencio, sin armar demasiado escándalo. Le eché un vistazo al fulano desaparecido. Nada especial, un tipo de mediana edad, paticorto y rechoncho, fotografiado en la playa luciendo orgulloso una barriga fofa y blanca, un vientre de pescado que me hizo pensar en un atún curioso que hubiera salido a echar un vistazo a superficie.

-Muy bien, haré algunas indagaciones. Eso sí, necesitaré algo de past... de dinero para empezar. Habrá que aceitar a algunos elementos, quiero decir, pagar por alguna información, claro...

-No se preocupe, señor York. Tengo algo de dinero ahorrado. No será un problema. ¿Es suficiente para empezar? –la lechuguita sacó otro sobre del bolsillo y me lo tendió. Conté los billetes. Los traduje a vino y putas. Incluso podría sobrar algo para pagarle el alquiler al macarroni. Definitivamente, el viernes se estaba poniendo de lo más sabroso...



El reloj de la pared marcaba las doce y media cuando me desperté. Durante unos minutos, miré embobado las dos salchichas que hacían las veces de agujas de la hora y los minutos ( el reloj me lo había regalado un cliente agradecido que tenía una fábrica de embutidos) hasta que la maquinaria de mi cerebro se puso en marcha entre resoplidos y explosiones dolorosas. Los ríos de ácido que me subían por las tripas me indicaron que había sido, sin duda, una noche gloriosa. Poco a poco fui recordando. El bar, los muchachos, las chicas, mi mano volando hacia la billetera... definitivamente tendría que volver a apretarle las tuercas con el asunto del descojonado a mi casero. La intención de reservar algo de pasta para pagarle el alquiler se había desvanecido. Más o menos como el propósito de cada diciembre de acudir al gimnasio que hacía el viejo Jack el
Gordo entre el descojone generalizado del personal. Me conocía bastante, así que cuando palpé mi cartera y comprobé que seguía tan vacía como antes de la visita de la lechuguita tampoco es que la cosa me sorprendiera demasiado.

Encendí un cigarrillo, sucumbiendo al maravilloso placer del humo combinado con mis ácidos intestinales y tosiendo como mi socio Marcus cuando atacaba su tercer paquete diario. Fina Arenita. El nombre pareció retozar juguetón, bailando en medio del círculo de humo que acababa de exhalar. Le pintaba bien el nombre. No quiero pecar de falsa modestia si digo que fui yo quien se lo puso. Hay motes que hacen fortuna, y a quienes les caen no les queda otro remedio que joderse y disimular como un cornudo consentido, porque no se los sacan ni con un soplete. De todas maneras, a Fina Arenita el apodo que le había caído no parecía molestarle demasiado. Supongo que una tía que se llama Josefa Carreño acaba por no hacerle demasiados ascos a cualquier otra alternativa en lo que al nombre se refiere. También supongo (dos suposiciones para una mujer, a la tercera eliminado) que lo de Fina Arenita le sonaba a delicado, distinguido, como un primoroso y frágil adorno de cristal. Claro que en realidad no era por eso. Yo la llamaba Fina Arenita por la arena de la playa. Vamos, que una noche de borrachera está bien dormir encima de ella, incluso revolcarse un rato, pero por la mañana la cosa pica, escuece y te la intentas quitar de encima a manotazos. Y aquella venezolana cachondona sabía como apañárselas para convertir la diversión nocturna en un auténtico coñazo diurno. Que si besitos por aquí, que si eres mi favorito, que si llévame a comer a un sitio con clase... y además con ínfulas de intelectual, la tía. Todo porque tenía una carrera. Una carrera aparte de la que todas las chicas del club ejercían, claro. Una carrera de las de ir a la Universidad. De Psicología, concretamente. Por la noche, ante las expectativas de un buen revolcón con ella, la cosa se aguantaba, pero a la mañana siguiente, con el cuerpo revuelto y ganas de largarte a un rincón solitario a pasar la resaca, la cosa era un puto coñazo. Que si tu subconsciente, que si las proyecciones de tu complejo de Edipo... hasta que me acababa hartando y le soltaba que los clientes del club sabíamos que la carrera se la había sacado a base de cepillarse al personal universitario, empezando por el rector y acabando por el tipo que hacía las fotocopias, que la Arenita para esas cosas era muy exhaustiva. Total, bronca, llantos, insultos y a tomar por saco todo. Como siempre. Como esa mañana, sin ir más lejos.

Le di un manotazo al círculo de humo, enviando a Fina a mover su apetitoso culo hacia otro a quien soltarle el rollo, y seguí mirando cómo las butifarras del reloj avanzaban imperceptiblemente hacia la una. Era sábado, y estaba solo en aquel asqueroso búnker. Los picapleitos de medio pelo y los buscavidas que tenían montados sus trapicheos en las otras ensaladeras estarían en sus casas, aguantando a sus niños, a sus mujeres, dándole a la priba antes de comer, apurando otro fin de semana mierdoso. Yo no les envidiaba, al menos no demasiado, pensé mientras lanzaba un buen eructo y maravillándome de que no saliera ardiendo al contacto con la punta de fuego del cigarrillo. Dentro de un rato me acercaría al bar del viejo Estévez, el mexicano, a trasegarme un par de cervezas y meterme entre pecho y espalda un buen plato de su bazofia. Beber garrafón, comer mierda y frecuentar a las chicas del club cuando podía pagarlas no me parecía un precio demasiado caro por no volver a pasar por toda la mierda de mi matrimonio con Jenny. Pero esa, esa sí que es otra historia...


Iba a despegar el culo del sillón cuando el perfume llegó a mis narices. Perfume de guerra, perfume del amplio arsenal de las armas de mujer. Fragancia para matar o morir. Pensé en la lechuguita del día anterior, y recordé que me había dicho algo sobre volver a verme, aunque claro, uno tiende a no prestar demasiada atención a los detalles cuando le están endosando un sobre de buenos billetes y se está viendo en el taburete bueno del club, el de los que pagan en efectivo, mientas la gloriosa delantera de Fina se va acercando y trasladando la toma de decisiones de mi cerebro a la entrepierna. El caso es que me había olvidado de aquella mierda totalmente. La lechuguita estaba al llegar y yo no recordaba ni la pinta que tenía el viejo atún desaparecido. Unos golpes sonaron en la puerta. Mi instinto de perro viejo me avisó. No era la lechuguita. Los golpes sonaban con más determinación. Como hechos por alguien que está más acostumbrado a que le abran las puertas que a llamar a ellas.

-Pase, pase –mascullé, pensando que como el tráfico de personal siguiera así de activo tendría que contratar a una secretaria. Mi mente voló durante décimas de segundo hacia rubias con minifalda, gafas de pasta y lápiz sujeto entre los dientes. La puerta se abrió. En efecto, no era la lechuguita. Más bien parecía una cebolla, con capas y capas de tela envolviendo un corazón dulce y apetitoso, pero sin duda capaz de hacer llorar al tipo más bragado. Estaba en ese momento en el que una mujer oscila entre la mediana edad y la Edad Media, pero pensé que si alguna vez en mi vida emprendía una peregrinación, podría ser de rodillas a la casa de su cirujano estético. Yo me ahogaba en mi propio sudor, y aquella tía parecía una esfinge de hielo, a pesar del vestido rojo que la envolvía como un  ardiente sátiro de tela y de aquellas medias que ya sólo veía en las viejas películas de Bogey. Con un gesto displicente me señaló la entrepierna. Yo solté un bufido y noté un dedo helado recorriéndome la espalda. Fue breve, sólo durante el momento que tardé en darme cuenta de que lo que señalaba aquella diosa era el cigarrillo, que se me había caído de la boca abierta y me estaba quemando los pantalones. Mientras yo me sacudía la ceniza dando manotazos nerviosos, ella tomó asiento sin pedirme permiso.

-El señor York, supongo... –la amiga iba sobre seguro. Información contrastada y de la buena.

- Supone usted bien, señora...- a ésta le obvié lo de “señorita”.

-Onion. Sandy Onion. Creo que mi hijastra estuvo ayer aquí...

Joder, con la cebollita. Al grano, de cabeza y sin rodeos.

-Bueno, señora Onion, verá, hay cosas que yo no puedo, quiero decir, hay una ética, una confidencialidad...

Por supuesto que sí. El código deontológico de la profesión, la ética, el recto comportamiento del detective privado, etc. etc... Ni aquel bellezón que dejaba a la Ekberg en la Fontana di Trevi como una pordiosera remojándose el trasero me iba a arrancar ni una palabra.

La Onion se inclinó de golpe sobre mi escritorio, apoyándose con sus brazos sobre la madera y mostrándome su escote, que a mí se me antojó un blanquísimo torbellino capaz de engullirme en segundos. Creo que mi boca se abrió unos centímetros más.

-Lo entiendo, señor York. Pero estoy dispuesta a pagarle... de una u otra manera.

El sudor me comenzó a chorrear por el cuerpo, y a falta de pañuelo usé para secármelo el código deontológico, la ética, la honorabilidad de la profesión y el recto comportamiento del detective privado

-Por supuesto, señora Onion. Aquí estuvo. A las once y media. Una chica preciosa, si me lo permite, y mejorando lo presente. Con un vestido verde. Me encargó un trabajito. La desaparición de su padre, quiero decir, del padre de ella, y supongo que marido de usted.

La rubia me cortó con la mano antes de que le explicara cosas sobre el tono del lápiz de labios de la lechuguita.

-Veo que es usted un hombre razonable, señor York. Nos vamos a entender. Verá, quiero... que olvide el asunto de mi marido. El tema ya está solucionado. Simplemente, mi hijastra se precipitó. A partir de ahora yo me ocupo. Evidentemente, le compensaré por las molestias...

Intenté disimular mi estupor y dar la imagen de alguien que se ha pasado horas investigando el asunto de manera ardua. No lo conseguí, y di la imagen de lo que era, un detective acabado que se balanceaba ante aquel Maelstrom cárnico, a punto de zambullirse en él y perderse definitivamente. De todas maneras, el instinto de perro viejo todavía intentó salvar algunos muebles.

-Verá, señora Onion, el caso es que me resulta imposible hacer eso. Su hijastra me contrató y yo me debo a mi cliente. No puedo...

Paré de hablar cuando la señora Onion se inclinó y desapareció brevemente de mi vista mientras buscaba algo en su bolso y efectuaba unas maniobras fuera de mi vista. Cuando se reincorporó pude ver incrustado en su escote un sobre del que sobresalía un puñado de billetes que, por lo menos, triplicaba al que me había dado su hija. Quizás en aquel momento le faltó algo de clase, pero lo cierto es que la señora se estaba explicando divinamente.

-Esto es para usted, señor York... ¿quiere cogerlo?.

Entrecerró los ojos, entreabrió los labios, y entre tanto yo sentí como lentamente dejaba caer mi cuerpo hacia el abismo, rezando porque Fina Arenita me hubiera dejado algunas fuerzas para la dura batalla que se avecinaba. Recopilé mentalmente algunos de mis viejos trucos... y salté hacia el torbellino con la prestancia de un clavadista hawaiano.

(Continuará...)

sábado, 17 de diciembre de 2011

¡Al rico pongo!

Lo prometido es deuda, y aquí os dejo con dos de mis pongos favoritos, aunque en este caso concreto no sería demasiado correcto aplicarles tal calificativo, ya que el castillo corresponde a un regalo hecho por un amigo conocedor de mi gusto por los objetos bizarros y psicotrónicos. El otro, el cenicero con mi nombre, fue "afanado" por un amigo durante el transcurso de una tertulia poética en la librería donde trabajaba, los llevó una señora para repartirlos y el que lleva mi nombre "se despistó" y pasó a formar parte de mi colección de objetos "extravagantes". Espero impaciente la foto de la celebérrima fuente de Esther. Saludos a todos.


martes, 13 de diciembre de 2011

Un enlace interesante...

El placer del texto.
http://estafeta-gabrielpulecio.blogspot.com/2009/10/roland-barthes-el-placer-del-texto.html

Diamonds are forever, por Andrés Moreno Galindo

Mateo murió pensando en el tesoro. Claro que miró por última vez a su mujer, a su hija, a la desolada madre que le iba a sobrevivir... No obstante, en ese instante preciso en el que, simplemente, Mateo tuvo la certeza de que el último interruptor se apagaba, no pudo dejar de sonreír tristemente al pensar en las monedas, los diamantes, las gemas de todo tipo... en aquel tesoro que encontró en el fondo de una cueva misteriosa cuando era niño y que, al despertar, perdió para siempre.

viernes, 9 de diciembre de 2011

El cadáver desaparecido, por Andrés Moreno Galindo


El viejo se plantó delante de la mujer. Al principio ella no lo reconoció. 
-Señora, ¿me recuerda? Soy el detective que investigó la desaparición de su marido hace 30 años. Sé que usted lo asesinó. Nunca encontramos el cadáver, nunca pudimos probar nada, pero sé que usted lo hizo. No se preocupe, el crimen prescribió. Es... sólo curiosidad.
La mujer contempló al anciano, desdeñosa y altiva.
-Sí, lo hice. Yo lo maté. Aquella Navidad...
-¿Cómo se deshizo del cadáver? Vigilamos su casa, la registramos exhaustivamente...
-Sí, lo sé. Sus hombres fueron muy concienzudos. ¿Ha leído usted un relato sobre una carta que se oculta a los más meticulosos registros dejándola prácticamente a la vista?
-Sí, lo he leído. Pero...
La mujer lo interrumpió.
-Yo hice lo mismo... y salió bien. En efecto, sus hombres registraron la casa hasta el último rincón. Pero ni el más avispado de sus detectives sospechó de aquel muñeco de Papá Noel colgando del balcón...

miércoles, 30 de noviembre de 2011

El emisario, por Ray Bradbury

Supo que había llegado de nuevo el otoño, porque Torry entró retozando en la casa, trayendo con él un refrescante olor a otoño. En cada uno de sus perrunos rizos negros llevaba una muestra del otoño: tierra húmeda, con la humedad peculiar de aquella estación, y hojas secas, color de oro pajizo. El perro olía exactamente igual que el otoño.
Martin Christie se incorporó en la cama y alargó una mano pálida y pequeña. Torry ladró y exhibió una generosa longitud de lengua, la cual pasó una y otra vez por el dorso de la mano de Martin. Torry la lamía como si fuera una golosina. "A causa de la sal", declaró Martin, mientras Torry se encaramaba a la cama de un salto.
-Baja -le advirtió Martin-. A mamá no le gusta que te subas a la cama. -Torry aplastó sus orejas-. Bueno...-condescendió Martin-. Pero sólo un momento, ¿eh?
Torry calentó el delgado cuerpo de Martin con su calor perruno. Martin aspiró intensamente el olor que se desprendía del perro, un olor a tierra húmeda y a hojas secas. No le importaba que mamá gruñera. Después de todo, Torry era un recién nacido. Recién salido de las entrañas del otoño.
-¿Qué has visto por ahí, Torry? Cuéntamelo.
Tendido allí, Torry se lo contaría. Tendido allí, Martin sabría qué aspecto tenía el otoño; como antes, cuando la enfermedad no lo había postrado en la cama. Ahora su único contacto con el otoño era el perro, con su olor a tierra húmeda y a hojas secas, su color de oro pajizo.
-¿Dónde has estado hoy, Torry?
Pero Torry no tenía que contárselo. Martin lo sabía. Había trepado hasta lo alto de una colina, por un sendero tapizado de hojas secas, para ladrar desde allí su canino deleite. Había vagabundeado por la ciudad pisando el barro formado por las intensas lluvias. Allí había estado Torry.
Y los lugares visitados por Torry podían ser visitados después por Martin; porque Torry se los revelaba siempre por el tacto, a través de la humedad, la sequedad o el encrespamiento de su piel. Y, tendido en la cama, con la mano apoyada sobre Torry, Martin conseguía que su mente reconstruyera cada uno de los paseos de Torry a través de los campos, a lo largo de la orilla del río, por los senderos bordeados de tumbas del cementerio, por el bosque... A través de su emisario, Martin podía ahora establecer contacto con el otoño.
La voz de su madre se acercaba, furiosa.
Martin empujó al perro.
-¡Baja, Torry!
Torry desapareció debajo de la cama en el mismo instante en que se abría la puerta de la habitación y aparecía mamá, echando chispas por sus ojos azules. Llevaba una bandeja de ensalada y jugos de fruta.
-¿Está Torry aquí? -preguntó.
Al oír pronunciar su nombre, Torry golpeó alegremente el suelo con la cola.
Mamá dejó la bandeja sobre la mesilla de noche, con aire impaciente.
-Ese perro es una calamidad. Siempre está metiendo las narices por todas partes y cavando agujeros. Esta mañana ha estado en el jardín de la señorita Tarkins, y ha excavado uno enorme. La señorita Tarkins está furiosa.
-¡Oh! -Martin contuvo la respiración.
Debajo de la cama no se produjo el menor movimiento. Torry sabía cuándo tenía que mantenerse quieto.
-Y no es la primea vez -dijo mamá-.¡El de hoy es el tercer agujero que cava esta semana!
-Tal vez esté buscando algo.
-Lo que se está buscando es un disgusto. Es un chismoso incorregible. Siempre está metiendo las narices donde no le importa. ¡Dichosa curiosidad!
Hubo un tímido pizzicato de cola debajo de la cama. Mamá no pudo evitar una sonrisa.
-Bueno -concluyó-, si no deja de cavar agujeros en los patios, tendré que atarlo y no dejarlo salir más.
Martin abrió la boca de par en par.
-¡Oh, no, mamá! ¡No hagas eso! Si lo hicieras, yo no sabría... nada. Él me lo cuenta todo.
La voz de mamá se ablandó.
-¿De veras, hijo mío?
-Desde luego. Sale por ahí y cuando regresa me cuenta todo lo que ocurre.
-Me alegro de que te lo cuente todo. Me alegro de que tengas a Torry.
Permanecieron unos instantes en silencio, pensando en lo que hubiera sido el año que acababa de transcurrir sin Torry. Dentro de dos meses, pensó Martin, podría abandonar el lecho, según decía el médico, y salir de nuevo a la calle.
-¡Sal, Torry!
Murmurando palabras cariñosas, Martin ató la nota al collar del perro. Era un cartoncito cuadrado, con unas letras dibujadas en negro:
Me llamo Torry. ¿Quiere hacerle una visita a mi dueño, que está enfermo? ¡Sígame!
La cosa daba resultado. Torry paseaba aquel cartoncito por el mundo exterior, todos los días.
-¿Lo dejarás salir, mamá?
-Sí, si se porta bien y no cava más agujeros.
-No lo hará más. ¿Verdad, Torry?
El perro ladró.
***
El perro se alejó de la casa, en busca de visitantes. El día anterior había traído a la señora Holloway, de la Avenida Elm, con un libro de cuentos como regalo; el día antes Torry se había sentado sobre sus patas traseras delante del señor Jacob, el joyero, mirándolo fijamente. El señor Jacob, intrigado, se había inclinado a leer el mensaje y se había apresurado a hacerle una corta visita a Martin.
Ahora, Martin oyó al perro regresando a través de la humeante tarde, ladrando, corriendo, ladrando de nuevo...
Detrás del perro, unos pasos ligeros. Alguien tocó el timbre de la puerta, suavemente. Mamá respondió a la llamada. Unas voces hablaron.
Torry corrió arriba, se encaramó al lecho de un salto. Martin se inclinó hacia delante, excitado, con los ojos brillantes, para ver quién subía a visitarle esta vez. Quizás la señorita Palmborg, o el señor Ellis, o la señorita Jendriss, o...
El visitante subía la escalera hablando con mamá. Era una voz femenina, juvenil, alegre.
Se abrió la puerta.
Martin tenía compañía.
***
Transcurrieron cuatro días, durante los cuales Torry hizo su trabajo, informó de la temperatura ambiente, de la consistencia del suelo, de los colores de las hojas, de los niveles de la lluvia, y, lo más importante de todo, trajo visitantes.
A la señorita Haight, otra vez, el sábado. La señorita Haight era la joven sonriente y guapa con el brillante pelo castaño y el suave modo de andar. Vivía en la casa grande de la Calle Park. Era su tercera visita en un mes.
El domingo vino el reverendo Vollmar, el lunes la señorita Clark y el señor Henricks.
Y, a cada uno de ellos, Martin les explicó su perro. Cómo en primavera olía a flores silvestres y a tierra fresca; en verano tenía la piel caliente y el pelo tostado por el sol; en otoño, ahora, un tesoro de hojas doradas ocultas entre su pelaje, para que Martin pudiera explorarlo. Torry demostraba este proceso a los visitantes, tendiéndose boca arriba, esperando ser explorado.
Luego, una mañana, mamá le habó a Martin de la señorita Haight, la joven guapa y sonriente.
Estaba muerta.
Había fallecido en un accidente de automóvil en Glen Falls.
Martin estaba cogido a su perro, recordando a la señorita Haight, pensando en su modo de sonreír, pensando en sus brillantes ojos, en su maravilloso pelo castaño, en su delgado cuerpo, en su andar suave, en las bonitas historias que contaba acerca de las estaciones y de la gente.
Ahora está muerta. No sonreiría ni contaría historias nunca más. Porque estaba muerta.
-¿Qué hacen en la tumba, mamá, debajo del suelo?
-Nada.
-¿Quieres decir que se limitan a estar tendidos allí?
-A descansar allí -rectificó mamá.
-¿A descansar allí...?
-Sí -dijo mamá-. Eso es lo que hacen.
-No parece que tenga que ser muy divertido.
-No creo que lo sea.
-¿Por qué no se levantan y salen a dar un paseo de cuando en cuando si están cansados de estar allí?
-Bueno, ya has hablado bastante por hoy -dijo mamá.
-Sólo quería saberlo.
-Pues ahora ya lo sabes.
-A veces creo que Dios es tonto.
-¡Martin!
Pero Martin estaba lanzado.
-¿No crees que podría tratar mejor a la gente, y no obligarla a permanecer allí tendida, sin moverse? ¿No crees que podía encontrar un sistema mejor? Cuando yo le digo a Torry que se haga el muerto, lo hace durante un rato, pero cuando se cansa mueve la cola, y parpadea, y le dejo que se levante y salte a mi cama... Apuesto lo que quieras a que a esas personas que están en la tumba les gustaría poder hacer lo mismo, ¿verdad Torry?
Torry ladró.
-¡Basta! -dijo mamá, en tono firme-. ¡No me gusta que hables de esas cosas!
***
El otoño continuó. Torry corrió a través de los bosques, a lo largo de la orilla del río, por el cementerio, como era su costumbre, y arriba y abajo de la ciudad, sin olvidar nada.
A mediados de octubre, Torry empezó a obrar de un modo muy raro. Al parecer, no podía encontrar a nadie que viniera a visitar a Martin, nadie parecía prestar atención a su cartoncito. Pasó siete días seguidos sin traer a ningún visitante. Martin estaba profundamente desilusionado por ello.
Mamá se lo explicó.
-Todo el mundo está ocupado, hijo mío. La guerra, y todo eso... La gente tiene otras preocupaciones para andar leyendo los cartoncitos que un perro lleva colgados al cuello.
-Sí -dijo Martin-, debe de ser eso.
***
Pero la cosa era algo más complicada. Torry tenía un extraño brillo en los ojos. Como si en realidad no buscara a nadie, o no le importara, o... algo. Algo que Martin no conseguía imaginar. Tal vez Torry estaba enfermo. Bueno, al diablo con los visitantes. Mientras tuviera a Torry, todo iba bien.
Y entonces, un día, Torry salió de casa y no regresó.
Martin esperó tranquilamente al principio. Luego... nerviosamente. Luego... ansiosamente.
A la hora de cenar oyó que papá y mamá llamaban a Torry. No ocurrió nada. Fue inútil. No hubo ningún sonido de patas a lo largo del sendero que conducía a la casa. Ningún ladrido desgarró el frío aire nocturno. Nada, Torry se había marchado. Torry no iba a regresar a casa... nunca.
Unas hojas cayeron más allá de la ventana. Martin hundió el rostro en la almohada, sintiendo un agudo dolor en el pecho.
El mundo estaba muerto. Ya no había otoño, porque no había ya ninguna piel que lo trajera a la casa. No habría invierno, porque no habría unas patas humedecidas de nieve. No habría más estaciones. No habría más tiempo. El emisario se había perdido entre el tráfago de la civilización, probablemente aplastado por un automóvil, o envenenado, o robado, y no habría más tiempo.
Martin empezó a sollozar. No tendría ya más contacto con el mundo. El mundo estaba muerto.
***
Martin se enteró de que había llegado la fiesta de Todos los Santos por los tumultos callejeros. Pasó los tres primeros días de noviembre tumbado en la cama, mirando al techo, contemplando en él las alternativas de luz y de oscuridad. Los días se habían hecho más cortos, más oscuros, lo sabía por la ventana. Los árboles estaban desnudos. El viento de otoño cambió su ritmo y su temperatura, pero sólo era un espectáculo en la parte exterior de su ventana, nada más.
Martin leía libros acerca de las estaciones y de la gente de aquel mundo que ahora no existía. Escuchaba todos los días, pero no oía los sonidos que deseaba oír.
Llegó el viernes por la noche. Sus padres iban a ir al teatro. La señorita Tarkins, la vecina de la casa contigua, se quedaría un rato hasta que Martin cayera dormido, y luego se marcharía a su casa.
Mamá y papá entraron a darle las buenas noches y salieron al encuentro del otoño. Martin oyó el sonido de sus pasos en la calle.
La señorita Tarkins se quedó un rato, y cuando Martin dijo que estaba cansado, apagó todas las luces y se marchó a su casa.
A continuación, silencio. Martin permaneció tendido en la cama, contemplando las estrellas que se movían lentamente a través del cielo. Era una noche clara, iluminada por la luz de la luna. Una noche para vagabundear con Torry a través de la ciudad, a través del dormido camposanto, a lo largo de la orilla del río, cazando fantasmales sueños infantiles.
Sólo el viento era amistoso. Las estrellas no ladraban. Los árboles no se sentaban sobre sus patas traseras con expresión suplicante. Sólo el viento agitaba su cola contra la casa de cuando en cuando.
Eran más de las nueve.
Si Torry regresara ahora a casa, trayendo con él algo del mundo exterior... Un cardo, empapado en escarcha, o el viento en sus orejas. Si Torry regresara...
Y entonces, en alguna parte, se produjo un sonido.
Martin se incorporó en la cama, temblando. La luz de las estrellas se reflejó en sus pequeños ojos. Tendió el oído, escuchando.
El sonido se repitió.
Era tan leve como una punta de aguja moviéndose a través del aire a millas y millas de distancia.
Era el fantástico eco de un perro... ladrando.
Era el sonido de un perro acercándose a través de campos y arroyos, el sonido de un perro corriendo, lanzando su aliento al rostro de la noche. El sonido de un perro dando vueltas y corriendo. Se acercaba y se alejaba, crecía y disminuía, avanzaba y retrocedía, como si alguien lo llevara cogido de una cadena. Como si el perro estuviera corriendo y alguien le silbara desde atrás y el perro retrocediera, dando la vuelta, y echara a correr de nuevo hacia la casa.
Martin sintió que la habitación giraba a su alrededor, y la cama tembló con su cuerpo. Los muelles se quejaron con sus vocecitas metálicas.
El débil ladrido siguió avanzando, creciendo más y más.
¡Torry, ven a casa! ¡Torry, ven a casa! ¡Torry, muchacho, oh, Torry! ¿Dónde has estado? ¡Oh, Torry, Torry!
Otros cinco minutos. Cada vez más cerca, y Martin pronunciando el nombre del perro una y otra vez. Perro malo, perro malvado, marcharse de casa y dejarlo solo tantos días... Perro malo, perro bueno, ven a casa, oh, Torry, ven a casa y cuéntamelo todo... Las lágrimas cayeron y se disolvieron sobre el edredón.
Más cerca ahora. Muy cerca. En la misma calle, ladrando. ¡Torry!
Martin oyó su respiración. El sonido de las patas del perro en el montón de hojas secas, en el sendero que conducía a la casa. Y ahora... junto a la misma casa, ladrando, ladrando, ladrando. ¡Torry!
Ladrando junto a la puerta.
Martin se estremeció. ¿Bajaría a abrir al perro, o debía esperar a que papá y mamá regresaran a casa? Esperar. Sí, tenía que esperar. Pero sería insoportable si, mientras esperaba, el perro volvía a marcharse. No, bajaría a abrir, y su querido perro saltaría a sus brazos otra vez. ¡Torry!
Había empezado a escurrirse de la cama cuando oyó el otro sonido. La puerta que se abría. Alguien había sido lo bastante amable como para abrirle la puerta a Torry.
Torry había traído un visitante, desde luego. El señor Buchanan, o el señor Jacobs, o quizás la señorita Tarkins.
La puerta se abrió y se cerró y Torry corrió escaleras arriba, entró en la habitación y se encaramó al lecho de un salto.
-¡Torry! ¿Dónde has estado? ¿Qué has hecho toda esta semana?
Martin reía y lloraba al mismo tiempo. Se abrazó al perro. Y entonces dejó de reír y de llorar, repentinamente. Se quedó mirando a Torry con ojos asombrados.
El olor que había traído Torry era... distinto.
Era un olor a tierra. A tierra muerta. A tierra que olía a putrefacción, a tumba. De las patas de Torry se desprendieron pegotes de tierra putrefacta. Y... algo más. Un pequeño trozo blanquecino de... ¿piel?
¿Lo era? ¡Lo era! ¡LO ERA!
¿Qué clase de mensaje le traía Torry? ¿Qué significaba aquel mensaje? La tierra era... la espantosa tierra del cementerio.
Torry era un perro malo. Siempre cavando donde no debía.
Torry era un perro bueno. Siempre haciendo amigos con la misma facilidad. Torry era un perro bueno. Todo el mundo simpatizaba con él. Y Torry traía a la gente a casa.
Y ahora, el último visitante estaba subiendo la escalera:
Lentamente. Arrastrando un pie detrás del otro, penosamente, lentamente, lentamente, lentamente.
-¡Torry, Torry! ¿Dónde has estado? -gritó Martin.
Un pegote de tierra húmeda se desprendió del pecho del perro.
La puerta de la habitación se abrió.
Martin tenía compañía.

martes, 29 de noviembre de 2011

La Sirena, por Ray Bradbury


Allá afuera en el agua helada, lejos de la costa, esperábamos todas las noches la llegada de la niebla, y la niebla llegaba, y aceitábamos la maquinaria de bronce, y encendíamos los faros de niebla en lo alto de la torre. Como dos pájaros en el cielo gris, McDunn y yo lanzábamos el rayo de luz, rojo, luego blanco, luego rojo otra vez, que miraba los barcos solitarios. Y si ellos no veían nuestra luz, oían siempre nuestra voz, el grito alto y profundo de la sirena, que temblaba entre jirones de neblina y sobresaltaba y alejaba a las gaviotas como mazos de naipes arrojados al aire, y hacía crecer las olas y las cubría de espuma. 
-Es una vida solitaria, pero uno se acostumbra, ¿no es cierto? -preguntó McDunn. 
-Sí -dije-. Afortunadamente, es usted un buen conversador. 
-Bueno, mañana irás a tierra -agregó McDunn sonriendo- a bailar con las muchachas y tomar ginebra. 
-¿En qué piensa usted, McDunn, cuando lo dejo solo? 
-En los misterios del mar. 
McDunn encendió su pipa. Eran las siete y cuarto de una helada tarde de noviembre. La luz movía su cola en doscientas direcciones, y la sirena zumbaba en la alta garganta del faro. En ciento cincuenta kilómetros de costa no había poblaciones; sólo un camino solitario que atravesaba los campos desiertos hasta el mar, un estrecho de tres kilómetros de frías aguas, y unos pocos barcos. 
-Los misterios del mar -dijo McDunn pensativamente-. ¿Pensaste alguna vez que el mar es como un enorme copo de nieve? Se mueve y crece con mil formas y colores, siempre distintos. Es raro. Una noche, hace años, todos los peces del mar salieron ahí a la superficie. Algo los hizo subir y quedarse flotando en las aguas, como temblando y mirando la luz del faro que caía sobre ellos, roja, blanca, roja, blanca, de modo que yo podía verles los ojitos. Me quedé helado. Eran como una gran cola de pavo real, y se quedaron ahí hasta la medianoche. Luego, casi sin ruido, desaparecieron. Un millón de peces desapareció. Imaginé que quizás, de algún modo, vinieron en peregrinación. Raro, pero piensa qué debe parecerles una torre que se alza veinte metros sobre las aguas, y el dios-luz que sale del faro, y la torre que se anuncia a sí misma con una voz de monstruo. Nunca volvieron aquellos peces, ¿pero no se te ocurre que creyeron ver a Dios? 
Me estremecí. Miré las grandes y grises praderas del mar que se extendían hacia ninguna parte, hacia la nada. 
-Oh, hay tantas cosas en el mar. -McDunn chupó su pipa nerviosamente, parpadeando. Estuvo nervioso durante todo el día y nunca dijo la causa-. A pesar de nuestras máquinas y los llamados submarinos, pasarán diez mil siglos antes de que pisemos realmente las tierras sumergidas, sus fabulosos reinos, y sintamos realmente miedo. Piénsalo, allá abajo es todavía el año 300,000 antes de Cristo. Cuando nos paseábamos con trompetas arrancándonos países y cabezas, ellos vivían ya bajo las aguas, a dieciocho kilómetros de profundidad, helados en un tiempo tan antiguo como la cola de un cometa. 
-Sí, es un mundo viejo. 
-Ven. Te reservé algo especial. 
Subimos con lentitud los ochenta escalones, hablando. Arriba, McDunn apagó las luces del cuarto para que no hubiese reflejos en las paredes de vidrio. El gran ojo de luz zumbaba y giraba con suavidad sobre sus cojinetes aceitados. La sirena llamaba regularmente cada quince segundos. 
-Es como la voz de un animal, ¿no es cierto? -McDunn se asintió a sí mismo con un movimiento de cabeza-. Un gigantesco y solitario animal que grita en la noche. Echado aquí, al borde de diez billones de años, y llamando hacia los abismos. Estoy aquí, estoy aquí, estoy aquí. Y los abismos le responden, sí, le responden. Ya llevas aquí tres meses, Johnny, y es hora que lo sepas. En esta época del año -dijo McDunn estudiando la oscuridad y la niebla-, algo viene a visitar el faro. 
-¿Los cardúmenes de peces? 
-No, otra cosa. No te lo dije antes porque me creerías loco, pero no puedo callar más. Si mi calendario no se equivoca, esta noche es la noche. No diré mucho, lo verás tú mismo. Siéntate aquí. Mañana, si quieres, empaquetas tus cosas y tomas la lancha y sacas el coche desde el galpón del muelle, y escapas hasta algún pueblito del mediterráneo y vives allí sin apagar nunca las luces de noche. No te acusaré. Ha ocurrido en los últimos tres años y sólo esta vez hay alguien conmigo. Espera y mira. 
Pasó media hora y sólo murmuramos unas pocas frases. Cuando nos cansamos de esperar, McDunn me explicó algunas de sus ideas sobre la sirena. 
-Un día, hace muchos años, vino un hombre y escuchó el sonido del océano en la costa fría y sin sol, y dijo: "Necesitamos una voz que llame sobre las aguas, que advierta a los barcos; haré esa voz. Haré una voz que será como todo el tiempo y toda la niebla; una voz como una cama vacía junto a ti toda la noche, y como una casa vacía cuando abres la puerta, y como otoñales árboles desnudos. Un sonido de pájaros que vuelan hacia el sur, gritando, y un sonido de viento de noviembre y el mar en la costa dura y fría. Haré un sonido tan desolado que alcanzará a todos y al oírlo gemirán las almas, y los hogares parecerán más tibios, y en las distantes ciudades todos pensarán que es bueno estar en casa. Haré un sonido y un aparato y lo llamarán la sirena, y quienes lo oigan conocerán la tristeza de la eternidad y la brevedad de la vida". 
La sirena llamó. 
-Imaginé esta historia -dijo McDunn en voz baja- para explicar por qué esta criatura visita el faro todos los años. La sirena la llama, pienso, y ella viene... 
-Pero... -interrumpí. 
-Chist... -ordenó McDunn-. ¡Allí! 
-Señaló los abismos. 
-Algo se acercaba al faro, nadando. 
Era una noche helada, como ya dije. El frío entraba en el faro, la luz iba y venía, y la sirena llamaba y llamaba entre los hilos de la niebla. Uno no podía ver muy lejos, ni muy claro, pero allí estaba el mar profundo moviéndose alrededor de la tierra nocturna, aplastado y mudo, gris como barro, y aquí estábamos nosotros dos, solos en la torre, y allá, lejos al principio, se elevó una onda, y luego una ola, una burbuja, una raya de espuma. Y en seguida, desde la superficie del mar frío salió una cabeza, una cabeza grande, oscura, de ojos inmensos, y luego un cuello. Y luego... no un cuerpo, sino más cuello, y más. La cabeza se alzó doce metros por encima del agua sobre un delgado y hermoso cuello oscuro. Sólo entonces, como una islita de coral negro y moluscos y cangrejos, surgió el cuerpo desde los abismos. La cola se sacudió sobre las aguas. Me pareció que el monstruo tenía unos veinte o treinta metros de largo. 
No sé qué dije entonces, pero algo dije. 
-Calma, muchacho, calma -murmuró McDunn. 
-¡Es imposible! -exclamé. 
-No, Johnny, nosotros somos imposibles. Él es lo que era hace diez millones de años. No ha cambiado. Nosotros y la Tierra cambiamos, nos hicimos imposibles. Nosotros. 
El monstruo nadó lentamente y con una gran y oscura majestad en las aguas frías. La niebla iba y venía a su alrededor, borrando por instantes su forma. Uno de los ojos del monstruo reflejó nuestra inmensa luz, roja, blanca, roja, blanca, y fue como un disco que en lo alto de una mano enviase un mensaje en un código primitivo. El silencio del monstruo era como el silencio de la niebla. 
Yo me agaché, sosteniéndome en la barandilla de la escalera. 
-¡Parece un dinosaurio! 
-Sí, uno de la tribu. 
-¡Pero murieron todos! 
-No, se ocultaron en los abismos del mar. Muy, muy abajo en los más abismales de los abismos. Es ésta una verdadera palabra ahora, Johnny, una palabra real; dice tanto: los abismos. Una palabra con toda frialdad y la oscuridad y las profundidades del mundo. 
-¿Qué haremos? 
-¿Qué podemos hacer? Es nuestro trabajo. Además, estamos aquí más seguros que en cualquier bote que pudiera llevarnos a la costa. El monstruo es tan grande como un destructor, y casi tan rápido. 
-¿Pero por qué viene aquí? 
En seguida tuve la respuesta. 
La sirena llamó. 
Y el monstruo respondió. 
Un grito que atravesó un millón de años, nieblas y agua. Un grito tan angustioso y solitario que tembló dentro de mi cuerpo y de mi cabeza. El monstruo le gritó a la torre. La sirena llamó. El monstruo rugió otra vez. La sirena llamó. El monstruo abrió su enorme boca dentada, y de la boca salió un sonido que era el llamado de la sirena. Solitario, vasto y lejano. Un sonido de soledad, mares invisibles, noches frías. Eso era el sonido. 
-¿Entiendes ahora -susurró McDunn- por qué viene aquí? 
Asentí con un movimiento de cabeza. 
-Todo el año, Johnny, ese monstruo estuvo allá, mil kilómetros mar adentro, y a treinta kilómetros bajo las aguas, soportando el paso del tiempo. Quizás esta solitaria criatura tiene un millón de años. Piénsalo, esperar un millón de años. ¿Esperarías tanto? Quizás es el último de su especie. Yo así lo creo. De todos modos, hace cinco años vinieron aquí unos hombres y construyeron este faro. E instalaron la sirena, y la sirena llamó y llamó y su voz llegó hasta donde tú estabas, hundido en el sueño y en recuerdos de un mundo donde había miles como tú. Pero ahora estás solo, enteramente solo en un mundo que no te pertenece, un mundo del que debes huir. El sonido de la sirena llega entonces, y se va, y llega y se va otra vez, y te mueves en el barroso fondo de los abismos, y abres los ojos como los lentes de una cámara de cincuenta milímetros, y te mueves lentamente, lentamente, pues tienes todo el peso del océano sobre los hombros. Pero la sirena atraviesa mil kilómetros de agua, débil y familiar, y en el horno de tu vientre arde otra vez el juego, y te incorporas lentamente, lentamente. Te alimentas de grandes cardúmenes de bacalaos y de ríos de medusas, y subes lentamente por los meses de otoño, y septiembre cuando nacen las nieblas, y octubre con más niebla, y la sirena todavía llama, y luego, en los últimos días de noviembre, luego de ascender día a día, unos pocos metros por hora, estás cerca de la superficie, y todavía vivo. Tienes que subir lentamente: si te apresuras; estallas. Así que tardas tres meses en llegar a la superficie, y luego unos días más para nadar por las frías aguas hasta el faro. Y ahí estás, ahí, en la noche, Johnny, el mayor de los monstruos creados. Y aquí está el faro, que te llama, con un cuello largo como el tuyo que emerge del mar, y un cuerpo como el tuyo, y, sobre todo, con una voz como la tuya. ¿Entiendes ahora, Johnny, entiendes? 
La sirena llamó. 
El monstruo respondió. 
Lo vi todo..., lo supe todo. En solitario un millón de años, esperando a alguien que nunca volvería. El millón de años de soledad en el fondo del mar, la locura del tiempo allí, mientras los cielos se limpiaban de pájaros reptiles, los pantanos se secaban en los continentes, los perezosos y dientes de sable se zambullían en pozos de alquitrán, y los hombres corrían como hormigas blancas por las lomas. 
La sirena llamó. 
-El año pasado -dijo McDunn-, esta criatura nadó alrededor y alrededor, alrededor y alrededor, toda la noche. Sin acercarse mucho, sorprendida, diría yo. Temerosa, quizás. Pero al otro día, inesperadamente, se levantó la niebla, brilló el sol, y el cielo era tan azul como en un cuadro. Y el monstruo huyó del calor, y el silencio, y no regresó. Imagino que estuvo pensándolo todo el año, pensándolo de todas las formas posibles. 
El monstruo estaba ahora a no más de cien metros, y él y la sirena se gritaban en forma alternada. Cuando la luz caía sobre ellos, los ojos del monstruo eran fuego y hielo. 
-Así es la vida -dijo McDunn-. Siempre alguien espera que regrese algún otro que nunca vuelve. Siempre alguien que quiere a algún otro que no lo quiere. Y al fin uno busca destruir a ese otro, quienquiera que sea, para que no nos lastime más. 
El monstruo se acercaba al faro. 
La sirena llamó. 
-Veamos qué ocurre -dijo McDunn. 
Apagó la sirena. 
El minuto siguiente fue de un silencio tan intenso que podíamos oír nuestros corazones que golpeaban en el cuarto de vidrio, y el lento y lubricado girar de la luz. 
El monstruo se detuvo. Sus grandes ojos de linterna parpadearon. Abrió la boca. Emitió una especie de ruido sordo, como un volcán. Movió la cabeza de un lado a otro como buscando los sonidos que ahora se perdían en la niebla. Miró el faro. Algo retumbó otra vez en su interior. Y se le encendieron los ojos. Se incorporó, azotando el agua, y se acercó a la torre con ojos furiosos y atormentados. 
-¡McDunn! -grité-. ¡La sirena! 
McDunn buscó a tientas el obturador. Pero antes de que la sirena sonase otra vez, el monstruo ya se había incorporado. Vislumbré un momento sus garras gigantescas, con una brillante piel correosa entre los dedos, que se alzaban contra la torre. El gran ojo derecho de su angustiada cabeza brilló ante mí como un caldero en el que podía caer, gritando. La torre se sacudió. La sirena gritó; el monstruo gritó. Abrazó el faro y arañó los vidrios, que cayeron hechos trizas sobre nosotros. 
McDunn me tomó por el brazo. 
-¡Abajo! -gritó. 
La torre se balanceaba, tambaleaba, y comenzaba a ceder. La sirena y el monstruo rugían. Trastabillamos y casi caímos por la escalera. 
-¡Rápido! 
Llegamos abajo cuando la torre ya se doblaba sobre nosotros. Nos metimos bajo las escaleras en el pequeño sótano de piedra. Las piedras llovieron en un millar de golpes. La sirena calló bruscamente. El monstruo cayó sobre la torre, y la torre se derrumbó. Arrodillados, McDunn y yo nos abrazamos mientras el mundo estallaba. 
Todo terminó de pronto, y no hubo más que oscuridad y el golpear de las olas contra los escalones de piedra. 
Eso y el otro sonido. 
-Escucha -dijo McDunn en voz baja-. Escucha. 
Esperamos un momento. Y entonces comencé a escucharlo. Al principio fue como una gran succión de aire, y luego el lamento, el asombro, la soledad del enorme monstruo doblado sobre nosotros, de modo que el nauseabundo hedor de su cuerpo llenaba el sótano. El monstruo jadeó y gritó. La torre había desaparecido. La luz había desaparecido. La criatura que llamó a través de un millón de años había desaparecido. Y el monstruo abría la boca y llamaba. Eran los llamados de la sirena, una y otra vez. Y los barcos en alta mar, no descubriendo la luz, no viendo nada, pero oyendo el sonido debían de pensar: ahí está, el sonido solitario, la sirena de la bahía Solitaria. Todo está bien. Hemos doblado el cabo. 
Y así pasamos aquella noche. 
A la tarde siguiente, cuando la patrulla de rescate vino a sacarnos del sótano, sepultados bajo los escombros de la torre, el sol era tibio y amarillo.
-Se vino abajo, eso es todo -dijo McDunn gravemente-. Nos golpearon con violencia las olas y se derrumbó. 
Me pellizcó el brazo. 
No había nada que ver. El mar estaba sereno, el cielo era azul. La materia verde que cubría las piedras caídas y las rocas de la isla olían a algas. Las moscas zumbaban alrededor. Las aguas desiertas golpeaban la costa. 
Al año siguiente construyeron un nuevo faro, pero en aquel entonces yo había conseguido trabajo en un pueblito, y me había casado, y vivía en una acogedora casita de ventanas amarillas en las noches de otoño, de puertas cerradas y chimenea humeante. En cuanto a McDunn, era el encargado del nuevo faro, de cemento y reforzado con acero. 
-Por si acaso -dijo McDunn. 
Terminaron el nuevo faro en noviembre. Una tarde llegué hasta allí y detuve el coche y miré las aguas grises y escuché la nueva sirena que sonaba una, dos, tres, cuatro veces por minuto, allá en el mar, sola. 
¿El monstruo? 
No volvió. 
-Se fue -dijo McDunn-. Se ha ido a los abismos. Comprendió que en este mundo no se puede amar demasiado. Se fue a los más abismales de los abismos a esperar otro millón de años. Ah, ¡pobre criatura! Esperando allá, esperando y esperando mientras el hombre viene y va por este lastimoso y mínimo planeta. Esperando y esperando. 
Sentado en mi coche, no podía ver el faro o la luz que barría la bahía Solitaria. Sólo oía la sirena, la sirena, la sirena, y sonaba como el llamado del monstruo. 
Me quedé así, inmóvil, deseando poder decir algo.

Una obra maestra de Quino.


El Idilio, por Guy de Maupassant


El tren acababa de salir de Génova y se dirigía hacia Marsella, siguiendo las profundas ondulaciones de la larga costa rocosa, deslizándose como serpiente de hierro entre mar y montaña, reptando sobre playas de arena amarilla en las que el leve oleaje bordaba una lista de plata, y entrando bruscamente en las negras fauces de los túneles, lo mismo que entra una fiera en su cubil.
Una voluminosa señora y un hombre joven viajaban frente a frente en el último vagón, mirándose de cuando en cuando, pero sin hablarse. La mujer, que tendría veinticinco años, iba sentada junto a la ventanilla y miraba el paisaje. Era una robusta campesina piamontesa de ojos negros, pechos abultados y mofletuda. Había metido debajo del asiento de madera varios paquetes, y conservaba encima de sus rodillas una cesta.
El joven tendría veinte años; era flaco, curtido; tenía el color negro de las personas que cultivan la tierra a pleno sol. Llevaba a su lado, en un pañuelo, toda su fortuna: un par de zapatos, una camisa, unos pantalones y una chaqueta. También él había ocultado algo debajo del banco: una pala y un azadón, atados con una cuerda. Iba a Francia en busca de trabajo.
El sol, que ascendía en el cielo, derramaba sobre la costa una lluvia de fuego; era en los últimos días de mayo; revoloteaban por los aires aromas deliciosos, que penetraban en los vagones por las ventanillas abiertas. Los naranjos y limoneros en flor derramaban en la atmósfera tranquila sus perfumes dulzones, tan gratos, tan fuertes y tan inquietantes, mezclándolos con el hálito de las rosas que brotaban en todas partes como las hierbas silvestres, a lo largo de la vía, en los jardines lujosos, en las puertas de las chozas y en pleno campo.
Las rosas están en aquella costa como en su propia casa. Embalsaman la región con su aroma fuerte y ligero; gracias a ellas, es el aire una golosina, sabroso como el vino, y como el vino, embriagador.
El tren iba muy despacio, como entreteniéndose en aquel jardín, en aquella blandura. Se paraba a cada instante, en estaciones pequeñas, delante de unas pocas casas blancas, y en seguida echaba a andar otra vez, con paso tranquilo, después de haber lanzado silbidos. Nadie subía a él. Hubiérase dicho que el mundo entero dormitaba, sin decidirse a dar un paso en aquella cálida mañana de primavera.
La gruesa mujer cerraba de cuando en cuando los ojos, pero volvía a abrirlos bruscamente al sentir que la cesta se le iba de las rodillas. La volvía a su sitio con gesto rápido, miraba durante algunos minutos por la ventanilla y se amodorraba de nuevo. Gotas de sudor le cubrían la frente, y respiraba con dificultad, como si la acometiese una opresión dolorosa.
El joven había dejado caer la cabeza y dormía profundamente, como buen campesino.
Súbitamente, al salir de una pequeña estación, pareció despertarse la campesina, abrió su cesta, sacó un trozo de pan, huevos duros, un frasco de vino y ciruelas, unas hermosas ciruelas coloradas, y se puso a comer.
También el joven se había despertado bruscamente, la miraba, siguiendo con la vista el trayecto de cada bocado, desde las rodillas a la boca. Permanecía con los brazos cruzados, fija la mirada, hundidas las mejillas, cerrados los labios.
Comía ella con gula, bebiendo a cada instante un sorbo de vino para ayudar a pasar los huevos, y de cuando en cuando suspendía la masticación para dejar escapar un ligero resoplido.
Se lo tragó todo: el pan, los huevos, las ciruelas, el vino. En cuanto ella acabó de comer, el joven cerró los ojos. La joven se sintió algo apretada y se aflojó el corpiño. El joven volvió súbitamente a mirar.
Sin preocuparse por ello, la mujer se fue desabrochando el vestido; la fuerte presión de sus senos apartaba la tela, dejando ver, entre los dos, por la abertura creciente, algo de la ropa blanca interior y un trozo de piel.
Cuando la campesina se sintió más a sus anchas, dijo en italiano:
-No se puede respirar, de tanto calor como hace.
El joven le contestó en el mismo idioma y con el mismo acento:
-Hace un tiempo hermoso para viajar.
Ella le preguntó:
-¿Es usted del Piamonte?
-Soy de Asti.
-Y yo de Casale.
Eran de pueblos cercanos, trabaron conversación.
Se dijeron la sarta de vulgaridades que repiten constantemente las gentes del pueblo y que bastan para satisfacer a sus inteligencias tardas y sin horizontes. Hablaron de sus pueblos. Tenían enemigos comunes. Citaron nombres, y a medida que descubrían una nueva persona conocida de los dos, iba creciendo su amistad. Las frases salían rápidas, precipitadas, de sus labios, con las sonoras terminaciones y el acento cantarín del idioma italiano. Luego hablaron de sí mismos.
Ella estaba casada y había dejado sus tres hijos al cuidado de una hermana, porque había encontrado colocación de nodriza; era una buena colocación, en casa de una buena señora francesa, en Marsella.
Él iba en busca de trabajo. Le habían asegurado que lo encontraría por allí, porque se edificaba mucho.
Después guardaron silencio.
El calor se iba haciendo terrible, pues caía a torrentes sobre el techo de los vagones. Una nube de polvo se arremolinaba detrás del tren y se metía dentro, y el perfume de los naranjos y de las rosas se pegaba con más fuerza al paladar, como si se espesase y adquiriese más pesadez.
Otra vez se volvieron a dormir los dos viajeros.
Se despertaron casi a un tiempo. El sol descendía hacia la superficie del mar iluminando su sábana azul con un torrente de claridad. El aire era ahora más fresco y parecía más ligero.
La nodriza, con el corpiño abierto, los mofletes sucios y la mirada sin brillo, jadeaba; y exclamó con voz fatigosa:
-Desde ayer no he dado el pecho, y estoy mareada, como si fuera a desmayarme.
El joven no contestó, porque no supo qué decir. Ella prosiguió:
-Con la cantidad de leche que yo tengo, es indispensable dar de mamar tres veces al día; de lo contrario, se siente una molestia. Es como si llevase un peso sobre el corazón, un peso que me impide respirar y que me deja aplanada. Es una desgracia el ser tan abundante de leche.
Él murmuró:
-Sí. Es una desgracia. Eso debe de molestarla mucho.
En efecto, daba la impresión de estar muy enferma, agobiada y a punto de desfallecer. Dijo con voz apagada:
-Con sólo apretar encima, sale la leche como de una fuente. Es un espectáculo curioso. Parece increíble. Todos los habitantes de Casale venían a verlo.
-¡Ah, sí! -exclamó el joven.
-Como lo oye. Se lo haría ver a usted, pero con eso no adelanto nada. De esa forma no sale toda la cantidad que en este momento necesitaría.
No dijo más.
El tren se detuvo. En pie, junto a una barrera, estaba una mujer que tenía en sus brazos a un niño que lloraba. Era encanijada y harapienta.
La nodriza, que la contemplaba, dijo con voz de lástima:
-Ahí tiene usted una a la que yo podría aliviar. Y a mí me podría dar un gran alivio su pequeño. No soy rica, y la prueba está en que dejo mi casa, mi familia y al último hijo que he tenido para colocarme; pues con todo eso, daría a gusto cinco francos para que me dejase diez minutos a ese chico y poder darle de mamar. El niño se sosegaría y yo también. Sería como darme nueva vida.
Se calló otra vez. Luego se pasó varias veces la mano febril por la frente sudorosa, y se lamentó:
-No puedo aguantar más. Creo que me voy a morir.
Y se abrió completamente el corpiño con gesto inconsciente.
Surgió a la vista el seno derecho, enorme, tenso, con su pezón moreno. La pobre mujer gimoteaba:
-¡Ay Dios mío! ¡Ay Dios mío! ¿Qué voy a hacer yo?
El tren se había puesto otra vez en marcha y seguía su camino por entre flores que exhalaban el penetrante aroma de los atardeceres tibios. De cuando en cuando se descubría un barco de pesca que parecía dormido sobre el mar azul, con sus blancas velas inmóviles, reflejándose en el agua como si hubiese otro barco boca abajo.
El joven, confuso, balbució:
-Señora... Tal vez yo mismo... podría aliviarla.
Ella le contestó con voz entrecortada:
-Desde luego...; si es usted tan amable. Me haría usted un gran favor. No puedo resistir más; no puedo resistir más.
El joven se arrodilló delante de ella, y la mujer se inclinó, poniéndole en la boca, con gesto de nodriza, su pezón moreno. Al cogerlo entre sus dos manos para acercarlo al hombre, apareció en la punta una gota de leche. El joven se la bebió con avidez, cogiendo entre sus labios, como un niño recién nacido, aquella teta pesada, Y se puso a mamar glotonamente, con ritmo regular.
Se había cogido a la cintura de la mujer con sus dos brazos y se la apretaba, para acercarla más; y bebía a tragos, lentamente, con movimiento del cuello igual al de los niños.
De pronto le dijo ella:
-Ya me ha descargado bastante de ésta. Coja ahora la otra.
La cogió, con docilidad.
La mujer había puesto sus dos manos encima de las espaldas del joven y respiraba profundamente, con felicidad, saboreando el aroma de las flores que se mezclaba con las corrientes de aire que la marcha del tren precipitaba dentro de los vagones.
-¡Qué bien huele! -dijo ella.
El joven no contestó; seguía bebiendo de aquel manantial de carne y cerraba los ojos como para saborear mejor.
Ella lo apartó con suavidad.
-Basta. Me siento mejor. Esto me ha dado vida y tranquilidad.
Se levantó él, enjugándose la boca con el revés de la mano.
Y ella le dijo, al mismo tiempo que se metía dentro del corpiño aquellas dos cantimploras vivientes:
-Me ha hecho usted un gran favor. Se lo agradezco mucho, señor.
Pero el joven le contestó con acento reconocido:
-Soy yo quien le da las gracias, señora. ¡Llevaba dos días sin probar bocado!