lunes, 19 de diciembre de 2011

Propiedades de un sillón, por Julio Cortázar


En casa del Jacinto hay un sillón para morirse. Cuando la gente se pone vieja, un día la invitan a sentarse en el sillón que es un sillón como todos pero con una estrellita plateada en el centro del respaldo. La persona invitada suspira, mueve un poco las manos como si quisiera alejar la invitación y después va a sentarse en el sillón y se muere. Los chicos, siempre traviesos, se divierten en engañar a las visitas en ausencia de la madre, y las invitan a sentarse en el sillón. Como las visitas están enteradas pero saben que de eso no se debe hablar, miran a los chicos con gran confusión y se excusan con palabras que nunca se emplean cuando se habla con los chicos, cosa que a éstos los regocija extraordinariamente.

Al final las visitas se valen de cualquier pretexto para no sentarse, pero más tarde la madre se da cuenta de lo sucedido y a la hora de acostarse hay palizas terribles. No por eso escarmientan, de cuando en cuando consiguen engañar a alguna visita cándida y la hacen sentarse en el sillón. En esos casos los padres disimulan, pues temen que los vecinos lleguen a enterarse de las propiedades del sillón y vengan a pedirlo prestado para hacer sentar a una u otra persona de su familia o amistad. Entretanto los chicos van creciendo y llega un día en que sin saber por qué dejan de interesarse por el sillón y las visitas. Más bien evitan entrar en la sala, hacen un rodeo por el patio, y los padres, que ya están muy viejos, cierran con llave la puerta de la sala y miran atentamente a sus hijos como queriendo leer su pensamiento. Los hijos desvían la mirada y dicen que ya es hora de comer o de acostarse.
Por las mañanas el padre se levanta el primero y va siempre a mirar si la puerta de la sala sigue cerrada con llave, o si alguno de los hijos no ha abierto la puerta para que se vea el sillón desde el comedor, porque la estrellita de plata brilla hasta en la oscuridad y se la ve perfectamente desde cualquier parte del comedor.

La fuente de Kevin


El caso del atún desaparecido, por Andrés Moreno Galindo



Con el culo pegado al escay barato del sillón y sudando por todos los poros de mi cuerpo, me sentía como un tomate puesto a secar al sol. Notaba la ropa como una película aceitosa adherida a mi piel. Para variar, el ventilador del techo no funcionaba. Claro que eso resulta bastante lógico cuando debes dos recibos de la luz. Estaba la carpeta con los casos en los que trabajaba,  pero ya ni fuerzas tenía para abanicarme con ella. Necesitaba pasta. Con urgencia. También debía el alquiler del cuchitril que hacía las veces de mi despacho y, últimamente, de hogar. Menudo hogar. Una pocilga de paredes de conglomerado sin ventilación. El muy cabrón del dueño, un viejo macarroni reseco y arrugado, le sacaba jugo al edificio. Joder, que si se lo sacaba. Había comprado por cuatro duros aquella ruina de cemento y dividido los enormes despachos con aquellos tabiques baratos que dejaban pasar el sonido de una uña rascando el culo. De cada oficina había sacado cuatro ensaladeras, como las llamaba el muy mamón cuando se empapaba de whisky del bueno. El jodido avaro me hubiera echado de allí sin más zarandajas, como hacía con todos los que no pagaban a tiempo. Afortunadamente, le había hecho un favor a aquel puto pepperoni, un asunto con un fulano que rondaba a su mujer y que una tarde había acabado en Urgencias con las criadillas más machacadas que un ajo para la ensalada. Muy desagradable, pero de momento tenía al viejo cabrón cogido por las pelotas con el tema del galán descojonado, así que de momento hacía la vista gorda con los retrasos de mi alquiler.

Estaba pimplándome un vaso del vinagre que me vendían a granel como vino en la bodega de la esquina cuando sonaron los golpes en la puerta. Flojitos, como indecisos. Buena señal, me dije. Personal timidillo, sin experiencia, a quien poder convencer con labia de la buena, que de esa todavía andaba sobrado, y sacarle la pasta que tanto necesitaba. Apuré el vaso, bajando rápido el ardiente tintorro, e intenté recomponer mi aspecto. Eso me llevó poco tiempo, apenas erguirme un poco en la silla, dejar de rascarme la entrepierna y esconder la botella en el cajón. Cogí la carpeta de casos y puse cara de estudiar con detenimiento algún informe. Desde el interior de la carpeta una chica de generosos (y desnudos) pechos pareció guiñarme el ojo desde la portada de una sobada revista pornográfica.

-Adelante, pase –pronuncié con mi tono más firme, sin levantar la mirada del canalillo de la rubia de la portada.

-¿El señor York?

Mientras desviaba lentamente la mirada de las exuberancias de Rita (llevaba la revista tanto tiempo conmigo que les había puesto nombre a las chicas, qué quieren, soy un sentimental) ahogué un ¡Bingo!. Chica joven e inexperta, con marido aficionado al bebercio, al juego y a las faldas ajenas. Una bicoca para un perro viejo como yo. Empecé a calcular mentalmente dietas, pasta para sobornos, horas de vigilancia... el día empezaba a aclararse. Erguí del todo la cabeza (hasta luego, Rita) y contemplé a mi visita. Mi instinto no me había fallado. Veintipocos, morena y con las curvas mejor puestas que las de la nueva carretera de la costa. Embutida en un ceñido vestido verde, parecía una jugosa lechuga Iceberg. Demasiado fresca y joven para este viejo tomate reseco, pensé, pero qué narices, peores maridajes había visto en mi vida.

-Sí, yo mismo, para servirle. ¿En qué puedo ayudarle... señorita... señora...?

-Señorita Lettuce –se sonrojó. Bien. Rojo sobre blanco, pero yo seguía viendo sólo el verde. El verde del vestido, el verde de los billetes, el viejo verde en el que me había convertido yo... – Quiero que encuentre a mi padre (adiós, marido putero, hola, papá). Desapareció hace unas semanas, y no lo hemos vuelto a ver... necesito su ayuda, señor York.

-Muy bien, pero siéntese, siéntese, no se quede de pie – despegué mi culo de la silla, rezando para que no se escuchara el desagradable ruidito que a veces hacía el escay cuando me levantaba demasiado deprisa, y le señalé la silla de madera frente a mi escritorio. Se sentó tímidamente, en el borde de la silla, como una niña buena y recatada. Sentí que la temperatura de la habitación subía un par de grados. –Usted dirá...

La señorita Lettuce me miró fijamente (no, sus ojos no eran verdes, tampoco era cuestión de convertir la cosa en el puñetero Día de San Patricio), y abriendo su pequeño bolsito, me tendió una foto y un sobre.

-Este es mi padre, señor York. Detrás están anotados sus datos personales, y en el sobre he apuntado la información que podría serle de utilidad. Última vez que lo vi, posibles enemigos, aficiones... –era una chica lista, de eso no había duda-. Échele un vistazo. Mañana, si quiere, puedo volver y le aclaro cualquier duda que tenga.. Sólo hay una cosa que le pido. Mi madre no debe enterarse de que he acudido a usted.

Ahora empezaba a entender. Una señorita tan fina acudiendo a un detective acabado que se revolcaba en más mierda que una piara de cerdos. Secretos de familia. Algo turbio. Algo que se debía remover y mezclar en silencio, sin armar demasiado escándalo. Le eché un vistazo al fulano desaparecido. Nada especial, un tipo de mediana edad, paticorto y rechoncho, fotografiado en la playa luciendo orgulloso una barriga fofa y blanca, un vientre de pescado que me hizo pensar en un atún curioso que hubiera salido a echar un vistazo a superficie.

-Muy bien, haré algunas indagaciones. Eso sí, necesitaré algo de past... de dinero para empezar. Habrá que aceitar a algunos elementos, quiero decir, pagar por alguna información, claro...

-No se preocupe, señor York. Tengo algo de dinero ahorrado. No será un problema. ¿Es suficiente para empezar? –la lechuguita sacó otro sobre del bolsillo y me lo tendió. Conté los billetes. Los traduje a vino y putas. Incluso podría sobrar algo para pagarle el alquiler al macarroni. Definitivamente, el viernes se estaba poniendo de lo más sabroso...



El reloj de la pared marcaba las doce y media cuando me desperté. Durante unos minutos, miré embobado las dos salchichas que hacían las veces de agujas de la hora y los minutos ( el reloj me lo había regalado un cliente agradecido que tenía una fábrica de embutidos) hasta que la maquinaria de mi cerebro se puso en marcha entre resoplidos y explosiones dolorosas. Los ríos de ácido que me subían por las tripas me indicaron que había sido, sin duda, una noche gloriosa. Poco a poco fui recordando. El bar, los muchachos, las chicas, mi mano volando hacia la billetera... definitivamente tendría que volver a apretarle las tuercas con el asunto del descojonado a mi casero. La intención de reservar algo de pasta para pagarle el alquiler se había desvanecido. Más o menos como el propósito de cada diciembre de acudir al gimnasio que hacía el viejo Jack el
Gordo entre el descojone generalizado del personal. Me conocía bastante, así que cuando palpé mi cartera y comprobé que seguía tan vacía como antes de la visita de la lechuguita tampoco es que la cosa me sorprendiera demasiado.

Encendí un cigarrillo, sucumbiendo al maravilloso placer del humo combinado con mis ácidos intestinales y tosiendo como mi socio Marcus cuando atacaba su tercer paquete diario. Fina Arenita. El nombre pareció retozar juguetón, bailando en medio del círculo de humo que acababa de exhalar. Le pintaba bien el nombre. No quiero pecar de falsa modestia si digo que fui yo quien se lo puso. Hay motes que hacen fortuna, y a quienes les caen no les queda otro remedio que joderse y disimular como un cornudo consentido, porque no se los sacan ni con un soplete. De todas maneras, a Fina Arenita el apodo que le había caído no parecía molestarle demasiado. Supongo que una tía que se llama Josefa Carreño acaba por no hacerle demasiados ascos a cualquier otra alternativa en lo que al nombre se refiere. También supongo (dos suposiciones para una mujer, a la tercera eliminado) que lo de Fina Arenita le sonaba a delicado, distinguido, como un primoroso y frágil adorno de cristal. Claro que en realidad no era por eso. Yo la llamaba Fina Arenita por la arena de la playa. Vamos, que una noche de borrachera está bien dormir encima de ella, incluso revolcarse un rato, pero por la mañana la cosa pica, escuece y te la intentas quitar de encima a manotazos. Y aquella venezolana cachondona sabía como apañárselas para convertir la diversión nocturna en un auténtico coñazo diurno. Que si besitos por aquí, que si eres mi favorito, que si llévame a comer a un sitio con clase... y además con ínfulas de intelectual, la tía. Todo porque tenía una carrera. Una carrera aparte de la que todas las chicas del club ejercían, claro. Una carrera de las de ir a la Universidad. De Psicología, concretamente. Por la noche, ante las expectativas de un buen revolcón con ella, la cosa se aguantaba, pero a la mañana siguiente, con el cuerpo revuelto y ganas de largarte a un rincón solitario a pasar la resaca, la cosa era un puto coñazo. Que si tu subconsciente, que si las proyecciones de tu complejo de Edipo... hasta que me acababa hartando y le soltaba que los clientes del club sabíamos que la carrera se la había sacado a base de cepillarse al personal universitario, empezando por el rector y acabando por el tipo que hacía las fotocopias, que la Arenita para esas cosas era muy exhaustiva. Total, bronca, llantos, insultos y a tomar por saco todo. Como siempre. Como esa mañana, sin ir más lejos.

Le di un manotazo al círculo de humo, enviando a Fina a mover su apetitoso culo hacia otro a quien soltarle el rollo, y seguí mirando cómo las butifarras del reloj avanzaban imperceptiblemente hacia la una. Era sábado, y estaba solo en aquel asqueroso búnker. Los picapleitos de medio pelo y los buscavidas que tenían montados sus trapicheos en las otras ensaladeras estarían en sus casas, aguantando a sus niños, a sus mujeres, dándole a la priba antes de comer, apurando otro fin de semana mierdoso. Yo no les envidiaba, al menos no demasiado, pensé mientras lanzaba un buen eructo y maravillándome de que no saliera ardiendo al contacto con la punta de fuego del cigarrillo. Dentro de un rato me acercaría al bar del viejo Estévez, el mexicano, a trasegarme un par de cervezas y meterme entre pecho y espalda un buen plato de su bazofia. Beber garrafón, comer mierda y frecuentar a las chicas del club cuando podía pagarlas no me parecía un precio demasiado caro por no volver a pasar por toda la mierda de mi matrimonio con Jenny. Pero esa, esa sí que es otra historia...


Iba a despegar el culo del sillón cuando el perfume llegó a mis narices. Perfume de guerra, perfume del amplio arsenal de las armas de mujer. Fragancia para matar o morir. Pensé en la lechuguita del día anterior, y recordé que me había dicho algo sobre volver a verme, aunque claro, uno tiende a no prestar demasiada atención a los detalles cuando le están endosando un sobre de buenos billetes y se está viendo en el taburete bueno del club, el de los que pagan en efectivo, mientas la gloriosa delantera de Fina se va acercando y trasladando la toma de decisiones de mi cerebro a la entrepierna. El caso es que me había olvidado de aquella mierda totalmente. La lechuguita estaba al llegar y yo no recordaba ni la pinta que tenía el viejo atún desaparecido. Unos golpes sonaron en la puerta. Mi instinto de perro viejo me avisó. No era la lechuguita. Los golpes sonaban con más determinación. Como hechos por alguien que está más acostumbrado a que le abran las puertas que a llamar a ellas.

-Pase, pase –mascullé, pensando que como el tráfico de personal siguiera así de activo tendría que contratar a una secretaria. Mi mente voló durante décimas de segundo hacia rubias con minifalda, gafas de pasta y lápiz sujeto entre los dientes. La puerta se abrió. En efecto, no era la lechuguita. Más bien parecía una cebolla, con capas y capas de tela envolviendo un corazón dulce y apetitoso, pero sin duda capaz de hacer llorar al tipo más bragado. Estaba en ese momento en el que una mujer oscila entre la mediana edad y la Edad Media, pero pensé que si alguna vez en mi vida emprendía una peregrinación, podría ser de rodillas a la casa de su cirujano estético. Yo me ahogaba en mi propio sudor, y aquella tía parecía una esfinge de hielo, a pesar del vestido rojo que la envolvía como un  ardiente sátiro de tela y de aquellas medias que ya sólo veía en las viejas películas de Bogey. Con un gesto displicente me señaló la entrepierna. Yo solté un bufido y noté un dedo helado recorriéndome la espalda. Fue breve, sólo durante el momento que tardé en darme cuenta de que lo que señalaba aquella diosa era el cigarrillo, que se me había caído de la boca abierta y me estaba quemando los pantalones. Mientras yo me sacudía la ceniza dando manotazos nerviosos, ella tomó asiento sin pedirme permiso.

-El señor York, supongo... –la amiga iba sobre seguro. Información contrastada y de la buena.

- Supone usted bien, señora...- a ésta le obvié lo de “señorita”.

-Onion. Sandy Onion. Creo que mi hijastra estuvo ayer aquí...

Joder, con la cebollita. Al grano, de cabeza y sin rodeos.

-Bueno, señora Onion, verá, hay cosas que yo no puedo, quiero decir, hay una ética, una confidencialidad...

Por supuesto que sí. El código deontológico de la profesión, la ética, el recto comportamiento del detective privado, etc. etc... Ni aquel bellezón que dejaba a la Ekberg en la Fontana di Trevi como una pordiosera remojándose el trasero me iba a arrancar ni una palabra.

La Onion se inclinó de golpe sobre mi escritorio, apoyándose con sus brazos sobre la madera y mostrándome su escote, que a mí se me antojó un blanquísimo torbellino capaz de engullirme en segundos. Creo que mi boca se abrió unos centímetros más.

-Lo entiendo, señor York. Pero estoy dispuesta a pagarle... de una u otra manera.

El sudor me comenzó a chorrear por el cuerpo, y a falta de pañuelo usé para secármelo el código deontológico, la ética, la honorabilidad de la profesión y el recto comportamiento del detective privado

-Por supuesto, señora Onion. Aquí estuvo. A las once y media. Una chica preciosa, si me lo permite, y mejorando lo presente. Con un vestido verde. Me encargó un trabajito. La desaparición de su padre, quiero decir, del padre de ella, y supongo que marido de usted.

La rubia me cortó con la mano antes de que le explicara cosas sobre el tono del lápiz de labios de la lechuguita.

-Veo que es usted un hombre razonable, señor York. Nos vamos a entender. Verá, quiero... que olvide el asunto de mi marido. El tema ya está solucionado. Simplemente, mi hijastra se precipitó. A partir de ahora yo me ocupo. Evidentemente, le compensaré por las molestias...

Intenté disimular mi estupor y dar la imagen de alguien que se ha pasado horas investigando el asunto de manera ardua. No lo conseguí, y di la imagen de lo que era, un detective acabado que se balanceaba ante aquel Maelstrom cárnico, a punto de zambullirse en él y perderse definitivamente. De todas maneras, el instinto de perro viejo todavía intentó salvar algunos muebles.

-Verá, señora Onion, el caso es que me resulta imposible hacer eso. Su hijastra me contrató y yo me debo a mi cliente. No puedo...

Paré de hablar cuando la señora Onion se inclinó y desapareció brevemente de mi vista mientras buscaba algo en su bolso y efectuaba unas maniobras fuera de mi vista. Cuando se reincorporó pude ver incrustado en su escote un sobre del que sobresalía un puñado de billetes que, por lo menos, triplicaba al que me había dado su hija. Quizás en aquel momento le faltó algo de clase, pero lo cierto es que la señora se estaba explicando divinamente.

-Esto es para usted, señor York... ¿quiere cogerlo?.

Entrecerró los ojos, entreabrió los labios, y entre tanto yo sentí como lentamente dejaba caer mi cuerpo hacia el abismo, rezando porque Fina Arenita me hubiera dejado algunas fuerzas para la dura batalla que se avecinaba. Recopilé mentalmente algunos de mis viejos trucos... y salté hacia el torbellino con la prestancia de un clavadista hawaiano.

(Continuará...)

sábado, 17 de diciembre de 2011

¡Al rico pongo!

Lo prometido es deuda, y aquí os dejo con dos de mis pongos favoritos, aunque en este caso concreto no sería demasiado correcto aplicarles tal calificativo, ya que el castillo corresponde a un regalo hecho por un amigo conocedor de mi gusto por los objetos bizarros y psicotrónicos. El otro, el cenicero con mi nombre, fue "afanado" por un amigo durante el transcurso de una tertulia poética en la librería donde trabajaba, los llevó una señora para repartirlos y el que lleva mi nombre "se despistó" y pasó a formar parte de mi colección de objetos "extravagantes". Espero impaciente la foto de la celebérrima fuente de Esther. Saludos a todos.


martes, 13 de diciembre de 2011

Un enlace interesante...

El placer del texto.
http://estafeta-gabrielpulecio.blogspot.com/2009/10/roland-barthes-el-placer-del-texto.html

Diamonds are forever, por Andrés Moreno Galindo

Mateo murió pensando en el tesoro. Claro que miró por última vez a su mujer, a su hija, a la desolada madre que le iba a sobrevivir... No obstante, en ese instante preciso en el que, simplemente, Mateo tuvo la certeza de que el último interruptor se apagaba, no pudo dejar de sonreír tristemente al pensar en las monedas, los diamantes, las gemas de todo tipo... en aquel tesoro que encontró en el fondo de una cueva misteriosa cuando era niño y que, al despertar, perdió para siempre.

viernes, 9 de diciembre de 2011

El cadáver desaparecido, por Andrés Moreno Galindo


El viejo se plantó delante de la mujer. Al principio ella no lo reconoció. 
-Señora, ¿me recuerda? Soy el detective que investigó la desaparición de su marido hace 30 años. Sé que usted lo asesinó. Nunca encontramos el cadáver, nunca pudimos probar nada, pero sé que usted lo hizo. No se preocupe, el crimen prescribió. Es... sólo curiosidad.
La mujer contempló al anciano, desdeñosa y altiva.
-Sí, lo hice. Yo lo maté. Aquella Navidad...
-¿Cómo se deshizo del cadáver? Vigilamos su casa, la registramos exhaustivamente...
-Sí, lo sé. Sus hombres fueron muy concienzudos. ¿Ha leído usted un relato sobre una carta que se oculta a los más meticulosos registros dejándola prácticamente a la vista?
-Sí, lo he leído. Pero...
La mujer lo interrumpió.
-Yo hice lo mismo... y salió bien. En efecto, sus hombres registraron la casa hasta el último rincón. Pero ni el más avispado de sus detectives sospechó de aquel muñeco de Papá Noel colgando del balcón...