Con el culo pegado al escay
barato del sillón y sudando por todos los poros de mi cuerpo, me sentía como un
tomate puesto a secar al sol. Notaba la ropa como una película aceitosa
adherida a mi piel. Para variar, el ventilador del techo no funcionaba. Claro
que eso resulta bastante lógico cuando debes dos recibos de la luz. Estaba la
carpeta con los casos en los que trabajaba,
pero ya ni fuerzas tenía para abanicarme con ella. Necesitaba pasta. Con
urgencia. También debía el alquiler del cuchitril que hacía las veces de mi
despacho y, últimamente, de hogar. Menudo hogar. Una pocilga de paredes de
conglomerado sin ventilación. El muy cabrón del dueño, un viejo macarroni
reseco y arrugado, le sacaba jugo al edificio. Joder, que si se lo sacaba.
Había comprado por cuatro duros aquella ruina de cemento y dividido los enormes
despachos con aquellos tabiques baratos que dejaban pasar el sonido de una uña
rascando el culo. De cada oficina había sacado cuatro ensaladeras, como las
llamaba el muy mamón cuando se empapaba de whisky del bueno. El jodido avaro me
hubiera echado de allí sin más zarandajas, como hacía con todos los que no
pagaban a tiempo. Afortunadamente, le había hecho un favor a aquel puto
pepperoni, un asunto con un fulano que rondaba a su mujer y que una tarde había
acabado en Urgencias con las criadillas más machacadas que un ajo para la
ensalada. Muy desagradable, pero de momento tenía al viejo cabrón cogido por
las pelotas con el tema del galán descojonado, así que de momento hacía la
vista gorda con los retrasos de mi alquiler.
Estaba pimplándome un vaso del
vinagre que me vendían a granel como vino en la bodega de la esquina cuando
sonaron los golpes en la puerta. Flojitos, como indecisos. Buena señal, me
dije. Personal timidillo, sin experiencia, a quien poder convencer con labia de
la buena, que de esa todavía andaba sobrado, y sacarle la pasta que tanto
necesitaba. Apuré el vaso, bajando rápido el ardiente tintorro, e intenté
recomponer mi aspecto. Eso me llevó poco tiempo, apenas erguirme un poco en la
silla, dejar de rascarme la entrepierna y esconder la botella en el cajón. Cogí
la carpeta de casos y puse cara de estudiar con detenimiento algún informe.
Desde el interior de la carpeta una chica de generosos (y desnudos) pechos
pareció guiñarme el ojo desde la portada de una sobada revista pornográfica.
-Adelante, pase –pronuncié con mi
tono más firme, sin levantar la mirada del canalillo de la rubia de la portada.
-¿El señor York?
Mientras desviaba lentamente la
mirada de las exuberancias de Rita (llevaba la revista tanto tiempo conmigo que
les había puesto nombre a las chicas, qué quieren, soy un sentimental) ahogué
un ¡Bingo!. Chica joven e inexperta, con marido aficionado al bebercio, al
juego y a las faldas ajenas. Una bicoca para un perro viejo como yo. Empecé a
calcular mentalmente dietas, pasta para sobornos, horas de vigilancia... el día
empezaba a aclararse. Erguí del todo la cabeza (hasta luego, Rita) y contemplé
a mi visita. Mi instinto no me había fallado. Veintipocos, morena y con las
curvas mejor puestas que las de la nueva carretera de la costa. Embutida en un
ceñido vestido verde, parecía una jugosa lechuga Iceberg. Demasiado fresca y
joven para este viejo tomate reseco, pensé, pero qué narices, peores maridajes
había visto en mi vida.
-Sí, yo mismo, para servirle. ¿En
qué puedo ayudarle... señorita... señora...?
-Señorita Lettuce –se sonrojó.
Bien. Rojo sobre blanco, pero yo seguía viendo sólo el verde. El verde del
vestido, el verde de los billetes, el viejo verde en el que me había convertido
yo... – Quiero que encuentre a mi padre (adiós, marido putero, hola, papá).
Desapareció hace unas semanas, y no lo hemos vuelto a ver... necesito su ayuda,
señor York.
-Muy bien, pero siéntese,
siéntese, no se quede de pie – despegué mi culo de la silla, rezando para que
no se escuchara el desagradable ruidito que a veces hacía el escay cuando me
levantaba demasiado deprisa, y le señalé la silla de madera frente a mi
escritorio. Se sentó tímidamente, en el borde de la silla, como una niña buena
y recatada. Sentí que la temperatura de la habitación subía un par de grados.
–Usted dirá...
La señorita Lettuce me miró
fijamente (no, sus ojos no eran verdes, tampoco era cuestión de convertir la
cosa en el puñetero Día de San Patricio), y abriendo su pequeño bolsito, me
tendió una foto y un sobre.
-Este es mi padre, señor York.
Detrás están anotados sus datos personales, y en el sobre he apuntado la
información que podría serle de utilidad. Última vez que lo vi, posibles
enemigos, aficiones... –era una chica lista, de eso no había duda-. Échele un
vistazo. Mañana, si quiere, puedo volver y le aclaro cualquier duda que tenga..
Sólo hay una cosa que le pido. Mi madre no debe enterarse de que he acudido a
usted.
Ahora empezaba a entender. Una
señorita tan fina acudiendo a un detective acabado que se revolcaba en más
mierda que una piara de cerdos. Secretos de familia. Algo turbio. Algo que se
debía remover y mezclar en silencio, sin armar demasiado escándalo. Le eché un
vistazo al fulano desaparecido. Nada especial, un tipo de mediana edad,
paticorto y rechoncho, fotografiado en la playa luciendo orgulloso una barriga
fofa y blanca, un vientre de pescado que me hizo pensar en un atún curioso que
hubiera salido a echar un vistazo a superficie.
-Muy bien, haré algunas
indagaciones. Eso sí, necesitaré algo de past... de dinero para empezar. Habrá
que aceitar a algunos elementos, quiero decir, pagar por alguna información,
claro...
-No se preocupe, señor York.
Tengo algo de dinero ahorrado. No será un problema. ¿Es suficiente para
empezar? –la lechuguita sacó otro sobre del bolsillo y me lo tendió. Conté los
billetes. Los traduje a vino y putas. Incluso podría sobrar algo para pagarle
el alquiler al macarroni. Definitivamente, el viernes se estaba poniendo de lo
más sabroso...
El reloj de la pared marcaba las
doce y media cuando me desperté. Durante unos minutos, miré embobado las dos
salchichas que hacían las veces de agujas de la hora y los minutos ( el reloj
me lo había regalado un cliente agradecido que tenía una fábrica de embutidos)
hasta que la maquinaria de mi cerebro se puso en marcha entre resoplidos y
explosiones dolorosas. Los ríos de ácido que me subían por las tripas me
indicaron que había sido, sin duda, una noche gloriosa. Poco a poco fui
recordando. El bar, los muchachos, las chicas, mi mano volando hacia la
billetera... definitivamente tendría que volver a apretarle las tuercas con el
asunto del descojonado a mi casero. La intención de reservar algo de pasta para
pagarle el alquiler se había desvanecido. Más o menos como el propósito de cada
diciembre de acudir al gimnasio que hacía el viejo Jack el
Gordo entre el descojone generalizado del personal. Me conocía bastante, así que cuando palpé mi cartera y comprobé que seguía tan vacía como antes de la visita de la lechuguita tampoco es que la cosa me sorprendiera demasiado.
Gordo entre el descojone generalizado del personal. Me conocía bastante, así que cuando palpé mi cartera y comprobé que seguía tan vacía como antes de la visita de la lechuguita tampoco es que la cosa me sorprendiera demasiado.
Encendí un cigarrillo,
sucumbiendo al maravilloso placer del humo combinado con mis ácidos
intestinales y tosiendo como mi socio Marcus cuando atacaba su tercer paquete
diario. Fina Arenita. El nombre pareció retozar juguetón, bailando en medio del
círculo de humo que acababa de exhalar. Le pintaba bien el nombre. No quiero
pecar de falsa modestia si digo que fui yo quien se lo puso. Hay motes que
hacen fortuna, y a quienes les caen no les queda otro remedio que joderse y
disimular como un cornudo consentido, porque no se los sacan ni con un soplete.
De todas maneras, a Fina Arenita el apodo que le había caído no parecía
molestarle demasiado. Supongo que una tía que se llama Josefa Carreño acaba por
no hacerle demasiados ascos a cualquier otra alternativa en lo que al nombre se
refiere. También supongo (dos suposiciones para una mujer, a la tercera
eliminado) que lo de Fina Arenita le sonaba a delicado, distinguido, como un
primoroso y frágil adorno de cristal. Claro que en realidad no era por eso. Yo
la llamaba Fina Arenita por la arena de la playa. Vamos, que una noche de
borrachera está bien dormir encima de ella, incluso revolcarse un rato, pero
por la mañana la cosa pica, escuece y te la intentas quitar de encima a
manotazos. Y aquella venezolana cachondona sabía como apañárselas para
convertir la diversión nocturna en un auténtico coñazo diurno. Que si besitos
por aquí, que si eres mi favorito, que si llévame a comer a un sitio con
clase... y además con ínfulas de intelectual, la tía. Todo porque tenía una
carrera. Una carrera aparte de la que todas las chicas del club ejercían,
claro. Una carrera de las de ir a la Universidad. De Psicología, concretamente.
Por la noche, ante las expectativas de un buen revolcón con ella, la cosa se
aguantaba, pero a la mañana siguiente, con el cuerpo revuelto y ganas de
largarte a un rincón solitario a pasar la resaca, la cosa era un puto coñazo.
Que si tu subconsciente, que si las proyecciones de tu complejo de Edipo...
hasta que me acababa hartando y le soltaba que los clientes del club sabíamos
que la carrera se la había sacado a base de cepillarse al personal
universitario, empezando por el rector y acabando por el tipo que hacía las
fotocopias, que la Arenita para esas cosas era muy exhaustiva. Total, bronca,
llantos, insultos y a tomar por saco todo. Como siempre. Como esa mañana, sin
ir más lejos.
Le di un manotazo al círculo de
humo, enviando a Fina a mover su apetitoso culo hacia otro a quien soltarle el
rollo, y seguí mirando cómo las butifarras del reloj avanzaban
imperceptiblemente hacia la una. Era sábado, y estaba solo en aquel asqueroso
búnker. Los picapleitos de medio pelo y los buscavidas que tenían montados sus
trapicheos en las otras ensaladeras estarían en sus casas, aguantando a sus
niños, a sus mujeres, dándole a la priba antes de comer, apurando otro fin de
semana mierdoso. Yo no les envidiaba, al menos no demasiado, pensé mientras
lanzaba un buen eructo y maravillándome de que no saliera ardiendo al contacto
con la punta de fuego del cigarrillo. Dentro de un rato me acercaría al bar del
viejo Estévez, el mexicano, a trasegarme un par de cervezas y meterme entre
pecho y espalda un buen plato de su bazofia. Beber garrafón, comer mierda y
frecuentar a las chicas del club cuando podía pagarlas no me parecía un precio
demasiado caro por no volver a pasar por toda la mierda de mi matrimonio con
Jenny. Pero esa, esa sí que es otra historia...
Iba a despegar el culo del sillón
cuando el perfume llegó a mis narices. Perfume de guerra, perfume del amplio
arsenal de las armas de mujer. Fragancia para matar o morir. Pensé en la
lechuguita del día anterior, y recordé que me había dicho algo sobre volver a
verme, aunque claro, uno tiende a no prestar demasiada atención a los detalles
cuando le están endosando un sobre de buenos billetes y se está viendo en el
taburete bueno del club, el de los que pagan en efectivo, mientas la gloriosa
delantera de Fina se va acercando y trasladando la toma de decisiones de mi
cerebro a la entrepierna. El caso es que me había olvidado de aquella mierda
totalmente. La lechuguita estaba al llegar y yo no recordaba ni la pinta que
tenía el viejo atún desaparecido. Unos golpes sonaron en la puerta. Mi instinto
de perro viejo me avisó. No era la lechuguita. Los golpes sonaban con más
determinación. Como hechos por alguien que está más acostumbrado a que le abran
las puertas que a llamar a ellas.
-Pase, pase –mascullé, pensando
que como el tráfico de personal siguiera así de activo tendría que contratar a
una secretaria. Mi mente voló durante décimas de segundo hacia rubias con
minifalda, gafas de pasta y lápiz sujeto entre los dientes. La puerta se abrió.
En efecto, no era la lechuguita. Más bien parecía una cebolla, con capas y
capas de tela envolviendo un corazón dulce y apetitoso, pero sin duda capaz de
hacer llorar al tipo más bragado. Estaba en ese momento en el que una mujer
oscila entre la mediana edad y la Edad Media, pero pensé que si alguna vez en
mi vida emprendía una peregrinación, podría ser de rodillas a la casa de su
cirujano estético. Yo me ahogaba en mi propio sudor, y aquella tía parecía una
esfinge de hielo, a pesar del vestido rojo que la envolvía como un ardiente sátiro de tela y de aquellas medias
que ya sólo veía en las viejas películas de Bogey. Con un gesto displicente me
señaló la entrepierna. Yo solté un bufido y noté un dedo helado recorriéndome
la espalda. Fue breve, sólo durante el momento que tardé en darme cuenta de que
lo que señalaba aquella diosa era el cigarrillo, que se me había caído de la
boca abierta y me estaba quemando los pantalones. Mientras yo me sacudía la
ceniza dando manotazos nerviosos, ella tomó asiento sin pedirme permiso.
-El señor York, supongo... –la
amiga iba sobre seguro. Información contrastada y de la buena.
- Supone usted bien, señora...- a
ésta le obvié lo de “señorita”.
-Onion. Sandy Onion. Creo que mi
hijastra estuvo ayer aquí...
Joder, con la cebollita. Al
grano, de cabeza y sin rodeos.
-Bueno, señora Onion, verá, hay
cosas que yo no puedo, quiero decir, hay una ética, una confidencialidad...
Por supuesto que sí. El código
deontológico de la profesión, la ética, el recto comportamiento del detective
privado, etc. etc... Ni aquel bellezón que dejaba a la Ekberg en la Fontana di
Trevi como una pordiosera remojándose el trasero me iba a arrancar ni una
palabra.
La Onion se inclinó de golpe
sobre mi escritorio, apoyándose con sus brazos sobre la madera y mostrándome su
escote, que a mí se me antojó un blanquísimo torbellino capaz de engullirme en
segundos. Creo que mi boca se abrió unos centímetros más.
-Lo entiendo, señor York. Pero
estoy dispuesta a pagarle... de una u otra manera.
El sudor me comenzó a chorrear
por el cuerpo, y a falta de pañuelo usé para secármelo el código deontológico,
la ética, la honorabilidad de la profesión y el recto comportamiento del
detective privado
-Por supuesto, señora Onion. Aquí
estuvo. A las once y media. Una chica preciosa, si me lo permite, y mejorando
lo presente. Con un vestido verde. Me encargó un trabajito. La desaparición de
su padre, quiero decir, del padre de ella, y supongo que marido de usted.
La rubia me cortó con la mano
antes de que le explicara cosas sobre el tono del lápiz de labios de la
lechuguita.
-Veo que es usted un hombre
razonable, señor York. Nos vamos a entender. Verá, quiero... que olvide el
asunto de mi marido. El tema ya está solucionado. Simplemente, mi hijastra se
precipitó. A partir de ahora yo me ocupo. Evidentemente, le compensaré por las
molestias...
Intenté disimular mi estupor y
dar la imagen de alguien que se ha pasado horas investigando el asunto de
manera ardua. No lo conseguí, y di la imagen de lo que era, un detective
acabado que se balanceaba ante aquel Maelstrom cárnico, a punto de zambullirse
en él y perderse definitivamente. De todas maneras, el instinto de perro viejo
todavía intentó salvar algunos muebles.
-Verá, señora Onion, el caso es
que me resulta imposible hacer eso. Su hijastra me contrató y yo me debo a mi
cliente. No puedo...
Paré de hablar cuando la señora
Onion se inclinó y desapareció brevemente de mi vista mientras buscaba algo en
su bolso y efectuaba unas maniobras fuera de mi vista. Cuando se reincorporó
pude ver incrustado en su escote un sobre del que sobresalía un puñado de
billetes que, por lo menos, triplicaba al que me había dado su hija. Quizás en
aquel momento le faltó algo de clase, pero lo cierto es que la señora se estaba
explicando divinamente.
-Esto es para usted, señor
York... ¿quiere cogerlo?.
Entrecerró los ojos, entreabrió
los labios, y entre tanto yo sentí como lentamente dejaba caer mi cuerpo hacia
el abismo, rezando porque Fina Arenita me hubiera dejado algunas fuerzas para
la dura batalla que se avecinaba. Recopilé mentalmente algunos de mis viejos
trucos... y salté hacia el torbellino con la prestancia de un clavadista
hawaiano.
(Continuará...)
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