Adrián permitió que Ana le
inyectara el veneno sin oponer resistencia. Haciendo un esfuerzo sobrehumano,
podría haber intentado acceder al pulsador que había al extremo de un cable
enrollado en un lateral de la cama y que servía para llamar a las enfermeras;
pero no lo hizo. Contempló como Ana manipulaba el gotero, cortando el
suministro de calmantes, abriendo una espita lateral e inyectando por ella el
contenido de la jeringuilla, un líquido ambarino de una consistencia que se le
antojó levemente lechosa. Adrián observó sin temor, desapasionadamente, cómo las
gotas que acabarían con su vida comenzaban a recorrer el tubo de goma y a
entrar en su torrente sanguíneo. Se sorprendió a sí mismo encontrándole mucha gracia a aquello de
“torrente sanguíneo”. Viejo y derrotado, devorado por la enfermedad y hundido
en aquel aséptico y níveo lecho de muerte, pensar en su sangre como en un
torrente le pareció una corrosiva perla de humor negro. Adrián pensó en su
sangre, más bien, como en un río de
aguas negras y putrefactas que surcaban lentamente su cuerpo, anegando su
organismo con una infecta mescolanza de fármacos, calmantes y, ahora, la carga
letal que acabaría con su vida en un lapso indeterminado de tiempo.
Cuando Ana acabó de inyectar en el
gotero el contenido de la jeringuilla, volvió a guardarla en el bolsillo de su
uniforme de enfermera y permaneció unos instantes erguida frente a la cama,
mirando a Adrián fijamente a través de aquel negro fuego petrificado que eran
sus ojos. Adrián le devolvió la mirada, con la serenidad de quien ha recibido
un merecido castigo y ve disiparse las nieblas de la culpa, de quien aparta de
un certero manotazo el pegajoso sudario de dos mil años de pecado, expiación y
sufrimiento. Miró a Ana sonriendo, libre ante la muerte. Sin rencores, sin
cuentas que ajustar. La miró, sobre todo agradecido. No le dijo lo que le
estaba pasando por la cabeza, que la venganza se sirve, efectivamente, fría,
pero que a ella se le había congelado hasta el punto de convertir un mortífero
desquite en un acto de compasión y piedad. Podría haberle dicho que si quería
una venganza completa simplemente podría haber esperado unas semanas, unos
meses a lo sumo, y sentarse en la desportillada silla de metal que había al
lado de su cabecera para verlo morir, atormentado por la culpa, devastado por
la enfermedad y el dolor y solo, abandonado por todos. Podría haberle dicho que
se alegraba de haberla visto por última vez, que su aparición había apaciguado
su alma y, en unos momentos, acabado con su insoportable agonía.
Pero Adrián no dijo nada de eso.
Vio, o creyó ver, un destello de desconcierto en los ojos de Ana, un levísimo y
cuasi imperceptible temblor en sus labios apretados y rojos como una certera
cuchillada en su nívea cara. Ana ya lo sabía, y Adrián se preguntó si se
sentiría aliviada o, por el contrario, sus demonios comenzarían una nueva y
atormentadora danza, enseñoreándose de su mente y enloqueciéndola hasta el fin
de sus días. De todas maneras no habría podido explicárselo. Adrián notó cómo
su cuerpo sucumbía a los efectos del veneno. No sentía dolor, solamente una
agradable laxitud, un alivio definitivo de tensiones y angustias. Musitó un
apenas imperceptible “adiós, Ana” y sus ojos se cerraron para siempre, sin
tiempo para ver como los marchitos rescoldos negros que eran los ojos de Ana
destilaban una solitaria lágrima que quedaba atrapada en una arruga de su
rostro, justo antes de darse la vuelta y desaparecer por la puerta de la
habitación arrastrando cansada sus pies mientras se alejaba por el pasillo.
Adrián se había reído durante
toda su vida de las historias sobre el túnel que se abre ante los recién
fallecidos, ridiculizándolas sin piedad. Ahora se encontraba él mismo en un
túnel, rodeado de una oscuridad densa, casi sólida. Adrián no se sintió muerto.
Tenía esa leve sensación de estar en un sueño; se notaba sujeto a ese finísimo
hilo que en los sueños más caóticos y surrealistas nos amarra a la realidad y
nos hace tomar conciencia de que nuestro cuerpo descansa y la mente ha
aprovechado para abrir las puertas de la locura y dejar que los monstruos
bailen y jueguen con nuestros secretos y deseos inconfesados. Se sentía
extrañamente lúcido, sin miedo, a pesar de estar envuelto por aquella negrura
oleaginosa. Como aceptando formar parte de un guión definido y sin
alternativas, echó a andar hacia la tópica y predecible luz blanca incrustada
como una pequeña luna llena al final del conducto.
A medida que iba avanzando notó
Adrián una irresistible atracción hacia la luz blanca, una fascinación que
centraba su pensamiento. Notó que a cada paso que daba le costaba más
concentrarse, recordar su nombre, su vida... Los recuerdos se fueron desgajando
de su mente, deslizándose como las cuentas de un collar roto y perdiéndose en
la negrura que lo rodeaba. La luz blanca, como una primigenia deidad de aspecto
simple pero poder infinito, recababa toda su atención. A punto de llegar a la
luz, la última certeza que había permanecido aferrada a su mente simplemente
desapareció. Adrián no tuvo ya la más mínima noción de sí mismo, su mente era
como la blanca e inmaculada hoja de papel que aterra al escritor novel. No fue
consciente de que su cuerpo había encogido y se había transformado. No vio la
sangre, ni las batas blancas, ni al hombre mareado y expectante que observaba
tras la enfermera. No sintió las manos sobre su cuerpo diminuto, ni escuchó el
breve diálogo entre el doctor y la madre.
-Es una niña preciosa. ¿Cómo la
va a llamar?
-Ana, la llamaré Ana.
Adrián, simplemente, lloró.
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