jueves, 17 de noviembre de 2011

Al final del túnel, por Andrés Moreno Galindo


Adrián permitió que Ana le inyectara el veneno sin oponer resistencia. Haciendo un esfuerzo sobrehumano, podría haber intentado acceder al pulsador que había al extremo de un cable enrollado en un lateral de la cama y que servía para llamar a las enfermeras; pero no lo hizo. Contempló como Ana manipulaba el gotero, cortando el suministro de calmantes, abriendo una espita lateral e inyectando por ella el contenido de la jeringuilla, un líquido ambarino de una consistencia que se le antojó levemente lechosa. Adrián observó sin temor, desapasionadamente, cómo las gotas que acabarían con su vida comenzaban a recorrer el tubo de goma y a entrar en su torrente sanguíneo. Se sorprendió a sí mismo  encontrándole mucha gracia a aquello de “torrente sanguíneo”. Viejo y derrotado, devorado por la enfermedad y hundido en aquel aséptico y níveo lecho de muerte, pensar en su sangre como en un torrente le pareció una corrosiva perla de humor negro. Adrián pensó en su sangre, más bien,  como en un río de aguas negras y putrefactas que surcaban lentamente su cuerpo, anegando su organismo con una infecta mescolanza de fármacos, calmantes y, ahora, la carga letal que acabaría con su vida en un lapso indeterminado de tiempo.

Cuando Ana acabó de inyectar en el gotero el contenido de la jeringuilla, volvió a guardarla en el bolsillo de su uniforme de enfermera y permaneció unos instantes erguida frente a la cama, mirando a Adrián fijamente a través de aquel negro fuego petrificado que eran sus ojos. Adrián le devolvió la mirada, con la serenidad de quien ha recibido un merecido castigo y ve disiparse las nieblas de la culpa, de quien aparta de un certero manotazo el pegajoso sudario de dos mil años de pecado, expiación y sufrimiento. Miró a Ana sonriendo, libre ante la muerte. Sin rencores, sin cuentas que ajustar. La miró, sobre todo agradecido. No le dijo lo que le estaba pasando por la cabeza, que la venganza se sirve, efectivamente, fría, pero que a ella se le había congelado hasta el punto de convertir un mortífero desquite en un acto de compasión y piedad. Podría haberle dicho que si quería una venganza completa simplemente podría haber esperado unas semanas, unos meses a lo sumo, y sentarse en la desportillada silla de metal que había al lado de su cabecera para verlo morir, atormentado por la culpa, devastado por la enfermedad y el dolor y solo, abandonado por todos. Podría haberle dicho que se alegraba de haberla visto por última vez, que su aparición había apaciguado su alma y, en unos momentos, acabado con su insoportable agonía.

Pero Adrián no dijo nada de eso. Vio, o creyó ver, un destello de desconcierto en los ojos de Ana, un levísimo y cuasi imperceptible temblor en sus labios apretados y rojos como una certera cuchillada en su nívea cara. Ana ya lo sabía, y Adrián se preguntó si se sentiría aliviada o, por el contrario, sus demonios comenzarían una nueva y atormentadora danza, enseñoreándose de su mente y enloqueciéndola hasta el fin de sus días. De todas maneras no habría podido explicárselo. Adrián notó cómo su cuerpo sucumbía a los efectos del veneno. No sentía dolor, solamente una agradable laxitud, un alivio definitivo de tensiones y angustias. Musitó un apenas imperceptible “adiós, Ana” y sus ojos se cerraron para siempre, sin tiempo para ver como los marchitos rescoldos negros que eran los ojos de Ana destilaban una solitaria lágrima que quedaba atrapada en una arruga de su rostro, justo antes de darse la vuelta y desaparecer por la puerta de la habitación arrastrando cansada sus pies mientras se alejaba por el pasillo.

Adrián se había reído durante toda su vida de las historias sobre el túnel que se abre ante los recién fallecidos, ridiculizándolas sin piedad. Ahora se encontraba él mismo en un túnel, rodeado de una oscuridad densa, casi sólida. Adrián no se sintió muerto. Tenía esa leve sensación de estar en un sueño; se notaba sujeto a ese finísimo hilo que en los sueños más caóticos y surrealistas nos amarra a la realidad y nos hace tomar conciencia de que nuestro cuerpo descansa y la mente ha aprovechado para abrir las puertas de la locura y dejar que los monstruos bailen y jueguen con nuestros secretos y deseos inconfesados. Se sentía extrañamente lúcido, sin miedo, a pesar de estar envuelto por aquella negrura oleaginosa. Como aceptando formar parte de un guión definido y sin alternativas, echó a andar hacia la tópica y predecible luz blanca incrustada como una pequeña luna llena al final del conducto.

A medida que iba avanzando notó Adrián una irresistible atracción hacia la luz blanca, una fascinación que centraba su pensamiento. Notó que a cada paso que daba le costaba más concentrarse, recordar su nombre, su vida... Los recuerdos se fueron desgajando de su mente, deslizándose como las cuentas de un collar roto y perdiéndose en la negrura que lo rodeaba. La luz blanca, como una primigenia deidad de aspecto simple pero poder infinito, recababa toda su atención. A punto de llegar a la luz, la última certeza que había permanecido aferrada a su mente simplemente desapareció. Adrián no tuvo ya la más mínima noción de sí mismo, su mente era como la blanca e inmaculada hoja de papel que aterra al escritor novel. No fue consciente de que su cuerpo había encogido y se había transformado. No vio la sangre, ni las batas blancas, ni al hombre mareado y expectante que observaba tras la enfermera. No sintió las manos sobre su cuerpo diminuto, ni escuchó el breve diálogo entre el doctor y la madre.

-Es una niña preciosa. ¿Cómo la va a llamar?
-Ana, la llamaré Ana.

Adrián, simplemente, lloró.

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