Tenía los nervios a flor de piel. Se
dirigió al lavabo. Siempre le ocurría lo mismo. Siempre a última hora. Lo
intentó, pero no consiguió entender lo que decía la voz que se colaba por el
altavoz. Antes de salir vio su imagen reflejada en el espejo y frunció el
ceño. Al querer abrir la puerta se dio
cuenta que estaba encallada.
Fuera le esperaba el futuro. Un rumbo
impensado, distinto a lo que había
conocido hasta ese momento. Y tenía miedo. Nunca había sido valiente pero esta
vez lo había decidido y no había marcha atrás. En casa nunca le habían apoyado
y sabía que necesitaría de todo su coraje para superar esa inseguridad que le
inmovilizaba.
Pero a la primera de cambio todo se le
torcía. Ahora resultaba que lo que se interponía en el camino hacia su nueva
vida era una puerta atascada. De pronto se vio incapaz de salvar ese obstáculo.
¿Podría tratarse de una señal? ¿No se estaría precipitando? A lo mejor no era el momento más adecuado
para tomar una decisión tan drástica. Seguramente valía la pena esperar a
madurarlo todo un poco más. Tenía mucho tiempo por delante.
Volvió a oír el sonido ininteligible de la
megafonía y en vez de aplicarse en
aporrear la puerta para llamar la atención, se arrimó a la pared y se
dejó caer temblando hasta el suelo.
Allí le encontró la encargada del
departamento de pelucas de los grandes almacenes al cabo de unas horas. Se había dormido y las sandalias rojas de
altos tacones estaban tiradas a su lado. A través del maquillaje asomaba
insolente la sombra del imberbe que había dejado de ser.
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