jueves, 24 de noviembre de 2011

Emma Zunz, por Jorge Luis Borges


El catorce de enero de 1922, Emma Zunz, al volver de la fábrica de tejidos Tarbuch y Loewental, halló en el fondo del zaguán una carta, fechada en el Brasil, por la que supo que su padre había muerto. Emma leyó que el señor Maier había ingerido por error una fuerte dosis de veronal y había fallecido el tres del corriente en el hospital de Bagé. Recogió el papel y se fue a su cuarto. Furtivamente lo guardó en un cajón como si de algún modo ya conociera los hechos ulteriores. Ya había empezado a vislumbrarlos, tal vez; ya era la que sería.
En la creciente oscuridad, Emma lloró hasta el fin de aquel día el suicidio de Manuel Maier, que en los antiguos días felices fue Emanuel Zunz. Recordó veraneos en una charca, cerca de Gualeguay, recordó (trató de recordar) a su madre, recordó la casita de Lanús que les remataron, recordó los amarillos losanges de la ventana, recordó el auto de prisión, el oprobio, recordó los anónimos con el suelto sobre el <>, recordó (pero jamás lo olvidaba) que su padre, la última noche, le había jurado que el ladrón era Loewenthal. Loewenthal, Aarón Loewenthal, antes gerente de la fábrica y ahora uno de los dueños. Emma desde 1916 guardaba el secreto. A nadie se lo había revelado, ni siquiera a su mejor amiga, Elsa Urstein.
No durmió aquella noche, y cuando la primera luz definió el rectángulo de la ventana, ya estaba perfecto su plan. Procuró que ese día, que le pareció interminable, fuera como los otros. Había en la fábrica rumores de huelga. Emma se declaró como siempre contra la violencia. A las seis, concluido el trabajo, fue con Elsa al club de mujeres, que tiene gimnasio y pileta. Con Elsa y con la menor de las Kronfuss discutió a qué cinematógrafo irían el domingo por la tarde. Luego, se habló de novios y nadie esperó que Emma hablara. En abril cumpliría diecinueve años, pero los hombres le inspiraban aún un temor casi patológico.
El sábado la impaciencia la despertó. Leyó en La Prensa que el Nordstjärnam, de Malmö, zarparía esa noche del dique 3; llamó por teléfono a Loewenthal, insinuó que deseaba comunicar, sin que lo supieran las otras, algo sobre la huelga y prometió pasar por el escritorio al anochecer. Le temblaba la voz, el temblor convenía a una delatora.
Emma vivía en Almagro, en la calle Liniers, nos consta que esa tarde fue al puerto. Entró en dos o tres bares, vio la rutina o los manejos de otras mujeres.
Dio al fin con hombres del Nordstjärnam. De uno muy joven, temió que le inspirara alguna ternura y optó por otro, quizá más bajo que ella y grosero para que la pureza del horror no fuera mitigada. El hombre la condujo a una puerta y después a un turbio zaguán y después a una escalera tortuosa y después a un vestíbulo y después a un pasillo y después a una puerta que se cerró.
Cuando se quedó sola, Emma no abrió en seguida los ojos. En la mesa de luz estaba el dinero que había dejado el hombre: Emma se incorporó y lo rompió. Romper el dinero es una impiedad como tirar el pan; Emma se arrepintió, apenas lo hizo. El temor se perdió en la tristeza de su cuerpo, en el asco. El asco y la tristeza la encadenaban, pero Emma lentamente se levantó y procedió a vestirse.
Aarón Loewenthal era, para todos, un hombre serio; para sus pocos íntimos, un avaro. Vivía en los altos de la fábrica, solo. Establecido en el desmantelado arrabal, temía a los ladrones; en el patio de la fábrica había un gran perro y en el cajón de su escritorio, nadie lo ignoraba, un revólver. Había llorado con decoro, el año anterior, la inesperada muerte de su mujer, pero el dinero era su verdadera pasión. Calvo, corpulento, enlutado, de quevedos ahumados y barba rubia, esperaba de pie junto a la ventana, el informe confidencial de la obrera Zunz.
Las cosas no ocurrieron como había previsto Emma Zunz. Desde la madrugada anterior, ella se había soñado muchas veces, dirigiendo el firme revólver, forzando al miserable a confesar la miserable culpa y exponiendo la intrépida estratagema que permitiría  la justicia de Dios triunfar de la justicia humana. Luego, un solo balazo en mitad del pecho rubricaría la suerte de Loewenthal. Pero las cosas no ocurrieron así.
Ante Aarón Loewenthal, más que la urgencia de vengar a su padre, Emma sintió la de castigar el ultraje padecido por ello. No podía no matarlo después de la minuciosa deshonra. Tampoco tenía tiempo para perder en teatralerías. Sentada, tímida, pidió excusas a Loewenthal, invocó (a fuer de delatora) las obligaciones de la lealtad, pronunció algunos nombres, dio a entender otros y se cortó como si la venciera el temor. Cuando éste, incrédulo de tales aspavientos, pero indulgente, volvió del comedor, Emma ya había sacado del cajón el pesado revólver. Apretó el gatillo dos veces.
El considerable cuerpo se desplomó como si los estampidos y el humo lo hubieran roto, el vaso de agua se rompió, la cara la miró con asombro y cólera, la boca de la cara la injurió en español y en ídish. Las malas palabras no cejaban, Emma tuvo que hacer fuego otra vez. En el patio, el perro encadenado rompió a ladrar, y una efusión de brusca sangre manó de los labios obscenos y manchó la barba y la ropa. Los ladridos tirantes le recordaron que no podía, aún, descansar. Desordenó  el diván, desabrochó el saco del cadáver, le quitó los quevedos salpicados y los dejó sobre el fichero. Luego tomó el teléfono y repitió lo que tantas veces repetiría, con esas y con otras palabras: <<Ha ocurrido una cosa que es increíble… El señor Loewenthal me hizo venir con el pretexto de la huelga… Abusó de mí, lo maté…>>
La historia era increíble, en efecto, pero se impuso a todos porque sustancialmente era cierta. Verdadero era el tono de Emma Zunz, verdadero el pudor, verdadero el odio. Verdadero también era el ultraje que había padecido; sólo eran falsas las circunstancias, la hora y uno o dos nombres propios.
Jorge Luis Borges

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