martes, 29 de noviembre de 2011

Discrimen, por Andrés Moreno Galindo


Los hombres esperan. Escucho el sonido de sus pies golpeando el suelo para intentar combatir el frío. Han aguardado, como siempre, mi orden. Necesitaban escucharla, sin asomo de temblor, despojada de dudas, de incertidumbres. Pero al abrir la boca he sentido que las palabras se quebraban en mi garganta, y he callado. Ahora estoy aquí, escribiendo sentado sobre esta roca, dejando que el agua entumezca mis pies. Dudando por primera vez, como un recluta que se mea de miedo mientras escucha los alaridos del enemigo a punto de atacar. Mientras estoy aquí, con los pies hundidos en el agua que se precipita por este torrente, quien sabe si destinado a pasar a los anales de la Historia, dudo como si no fuera un descendiente de los dioses, un elegido predestinado a momentos de gloria. Me asusta más esta duda que la emoción que me hizo llorar ante la estatua de Magno, el auténtico, no ese impostor, el hijo del Carnicero, que pasea envanecido su barrigón y sus ínfulas por el Foro, pavoneándose de victorias que ya casi nadie recuerda. Magnus... menudo chiste.

Dudo, porque me empujan contra mis semejantes. Yo no he querido llegar a esto, pero si inclino la cabeza y me someto, será mi fin, y posiblemente el fin de mi estirpe. Me juzgarán, y ya se encargará  n mis enemigos de que me condenen. Esos politicuchos, esa caterva de ineptos que no ven más allá de sus narices... Su ambición, su bienestar, sus jardines y juegos... No luchan como hombres, se mueven sinuosamente, como serpientes, y cuando te descuidas te han inyectado su ponzoña y mueres como un perro, sin gloria, sin honor. Me sentenciarán, escupirán sobre mi cara y sobre la cara de mis antepasados, y de nada valdrán mis esfuerzos, las noches sin dormir, las marchas de días, las batallas... Me envidian, no soportan mis éxitos, me envidian y me temen, y ni siquiera el hecho de que les haya liberado de quienes tantas veces han descendido por estos mismos valles, matando, esclavizando, violando... ni siquiera eso les contendrá. Me acusará ese anacronismo ambulante, ese viejo que pasea su semidesnudez por las calles apelando a valores que se perdieron hace cientos de años. O ese abogaducho , señalándome con ese dedo que nunca se ha manchado de sangre, sino de tinta y cera de sus tablillas. No debo permitirlo. Y sin embargo, dudo.

Miro hacia la otra orilla y sé que una vez tomada la decisión no habrá marcha atrás. Arrastraré a mi pueblo a otra guerra civil. Quebrantaré las leyes, ofenderé a los dioses, me convertiré en un proscrito. Y si pierdo esta apuesta, puedo imaginar las consecuencias. Ocultarán mis logros, sepultarán mi nombre bajo la inmundicia y acabaré mis días en un destierro de oprobio y humillación. Si cruzo este riachuelo, solo me vale ganar, destrozar a mis adversarios y sentarme para ver a mis acusadores implorando mi clemencia, sollozando y besando los bordes de mi toga. Suplicarán mi perdón, lamentando sus equivocaciones, y me rogarán que olviden las injurias, las calumnias, que pase por alto sus acusaciones, como cuando me obligaron a divorciarme de mi mujer para mantener mi nombre sin mácula, o como cuando hicieron correr el bulo de que me había prostituido con el rey de Bitinia, aquel anciano... por todo eso me pedirán perdón, empapando mis botas con sus lágrimas de cobardes.

Sigo escuchando los golpes de los pies de los hombres en el suelo, mezclado con el murmullo de sus conversaciones. Están impacientes. Basta ya. Debo dejar de escribir. Romperé esto y lo lanzaré al río. Mi escriba transcribirá mis actos futuros. No debo permitir que un titubeo, una vacilación, manche mi historia. La Decimotercera aguarda. Me seguirían hasta el mismísimo Hades y le rebanarían las pelotas a Plutón si se lo ordenara, cubiertos de sangre, gritando como locos, redoblando sus ataques ante la simple visión de mi capa de general. Hoy no les voy a pedir algo tan complicado. Por lo menos para ellos. Hoy, solamente les pediré que crucen un riachuelo.

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