jueves, 17 de noviembre de 2011

...es mi guía y mi lumbre, por Andrés Moreno Galindo


  Nunca podré olvidar aquella noche del 28 de julio de 2012. Evidentemente, por los motivos que todo el mundo conoce. Pero de todas los hechos relevantes que acontecieron en aquella aciaga jornada recuerdo, sobre todo, una pequeña historia, un incidente que debería haber pasado desapercibido y sepultado con rapidez por acontecimientos de muchísima más trascendencia. No obstante, la mente es curiosamente selectiva, capaz de cubrir hechos de la vida a priori esenciales con capas y capas de ese espeso polvo llamado olvido, y al mismo tiempo mantener abiertas, limpias y permanentemente visitadas habitaciones de nuestro cerebro que albergan hechos en su momento catalogados como absolutamente triviales.

  Aquella noche yo era uno de los pasajeros del autobús 8728, que afanosamente ganaba terreno por el Paseo de Gracia de Barcelona, buscando la Avenida Diagonal para salir de la ciudad por la autopista. Había logrado entrar en el autobús por los pelos, después de una loca carrera acompañada de gritos y desesperados aspavientos. Cuando pensaba que el conductor no me había visto o, lo que a fin de cuentas era igual, no me había hecho caso, y ya me veía condenado a permanecer durante toda la noche en la ciudad, el vehículo paró entre mecánicos resoplidos. Exhausto, con el corazón pugnando por abrirse paso entre mis resecos labios, entré en el autobús, y conseguí darle las gracias al conductor reprimiendo mis lágrimas.

Los viajeros conformaban un heterogéneo grupo de personas, todos unidos, sin embargo, por su aspecto de cansancio y derrota, multiplicado por mil aquella noche. El común espíritu vencido parecía conformar una atmósfera que oprimía el alma y sofocaba cualquier atisbo de pensamiento grato. El agotamiento y la desesperación parecían recorrer los cuerpos de los viajeros, mezclado con el sudor que empapaba los cuerpos y sofocaba las gargantas en aquella noche asfixiante. Yo, por mi parte, sin más ceremonia, me abrí paso entre los pasajeros que se aferraban a las barras de sujeción del pasillo del vehículo y me desplomé desmadejado en un rincón de la parte trasera, intentando recuperar el resuello y parar el desbocado latir de mi corazón.

El autobús era viejo, una antigualla mecánica que milagrosamente todavía circulaba. Rodando penosamente por las desiertas calles, se me antojaba un viejo caballo fustigado sin piedad por su jinete, arrancándole  las últimas gotas de energía hasta reventarlo de cansancio, y los crujidos de sus piezas me parecían los estertores agónicos de aquel viejo monstruo de metal y madera, suplicando un descanso que no se le concedía. No obstante, el autobús seguía remontando la avenida, como si la firme mano del conductor, combinada con la desesperación de los viajeros, le impelieran a realizar a  un último esfuerzo antes de reventar y caer para no levantarse nunca más.

Vi al carterista cuando logré calmarme y estabilizar los latidos de mi corazón, cuando dejé de dar bocanadas buscando el ardiente y recargado aire del interior del autobús. Era un hombre menudo, de mediana edad, de aspecto frágil y endeble. Un virtuoso de la vieja escuela, de manos finas y dedos ágiles, entrenados durante años en el dudoso arte de introducirse en bolsos, monederos y carteras ajenas reptando sigilosamente en busca del botín. Ahora que lo pienso, no sé cómo pude percatarme de lo que estaba haciendo. Supongo que, simplemente, fijé la vista en un punto determinado, con la obsesiva dejadez que provoca la extenuación física, y justo en ese punto estaba el carterista.

Una ira sorda me invadió. No la pude controlar, la notaba expandiéndose en mi interior, como una ola ardiente que rivalizaba con la sofocante atmósfera del interior del vehículo. Con las manos temblando por la rabia incontenida, me levanté de un salto. No grité, ni avisé a nadie. Simplemente, me puse al lado del tipo, y lo agarré por el hombro. A pesar del cansacio, noté mi mano como una tenaza aferrando lo que parecía ser hueso rodeado por una fina película de piel. Bruscamente lo hice girarse y mirar a través de las ventanas.

-¿Por qué? –solo eso le dije- ¿Por qué?

El hombrecillo miró a través del cristal, todavía más pequeño, todavía más débil, doblándose por el dolor que le causaba mi mano, que en aquellos momentos concentraba toda mi ira, todo mi desprecio. Miró, y vio las calles desiertas, cubiertas por una espesa capa de polvo naranja. Vio los edificios derruidos, las calles arrasadas y cubiertas de cascotes, los huecos de los impactos en las fachadas, semejantes a las vacías cuencas de una calavera. Vio los coches quemados, los cuerpos que se pudrían en mitad de la calle, hinchados por el ardiente calor. Vio los restos de un mundo que agonizaba a través de los jirones de niebla espesa y ponzoñosa. Girando levemente la cabeza, vio las caras de los viajeros del autobús, sus heridas, sus quemaduras, vio a su víctima, aferrada a la barra del autobús como un desmadejado espantapájaros, la vista fija en un punto más allá del vehículo, más allá de la calle, más allá del mundo y la vida, muerto y arrasado por dentro. Finalmente, acabó de girarse y me miró. Temblaba, y vi como de sus ojos, en los que apenas se adivinaba un destello de vida, comenzaban a deslizarse las lágrimas. Aflojé la presión de su hombro. La mandíbula del hombrecillo temblaba, y el torrente de sus lágrimas era ya imparable. Por fin, con una voz como un hilo, dejó caer la cabeza como un peso muerto sobre su pecho y me habló, una sola frase que se filtró, apenas perceptible, por sus dientes sucios y desportillados.

-Lo siento. Es... la fuerza de la costumbre.

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