Nunca podré olvidar aquella noche del 28 de julio de 2012.
Evidentemente, por los motivos que todo el mundo conoce. Pero de todas los
hechos relevantes que acontecieron en aquella aciaga jornada recuerdo, sobre
todo, una pequeña historia, un incidente que debería haber pasado desapercibido
y sepultado con rapidez por acontecimientos de muchísima más trascendencia. No
obstante, la mente es curiosamente selectiva, capaz de cubrir hechos de la vida
a priori esenciales con capas y capas de ese espeso polvo llamado olvido, y al
mismo tiempo mantener abiertas, limpias y permanentemente visitadas
habitaciones de nuestro cerebro que albergan hechos en su momento catalogados
como absolutamente triviales.
Aquella noche yo era uno de los pasajeros del autobús 8728, que afanosamente
ganaba terreno por el Paseo de Gracia de Barcelona, buscando la Avenida
Diagonal para salir de la ciudad por la autopista. Había logrado entrar en el
autobús por los pelos, después de una loca carrera acompañada de gritos y
desesperados aspavientos. Cuando pensaba que el conductor no me había visto o,
lo que a fin de cuentas era igual, no me había hecho caso, y ya me veía
condenado a permanecer durante toda la noche en la ciudad, el vehículo paró
entre mecánicos resoplidos. Exhausto, con el corazón pugnando por abrirse paso
entre mis resecos labios, entré en el autobús, y conseguí darle las gracias al
conductor reprimiendo mis lágrimas.
Los viajeros conformaban un
heterogéneo grupo de personas, todos unidos, sin embargo, por su aspecto de
cansancio y derrota, multiplicado por mil aquella noche. El común espíritu
vencido parecía conformar una atmósfera que oprimía el alma y sofocaba
cualquier atisbo de pensamiento grato. El agotamiento y la desesperación parecían
recorrer los cuerpos de los viajeros, mezclado con el sudor que empapaba los
cuerpos y sofocaba las gargantas en aquella noche asfixiante. Yo, por mi parte,
sin más ceremonia, me abrí paso entre los pasajeros que se aferraban a las
barras de sujeción del pasillo del vehículo y me desplomé desmadejado en un
rincón de la parte trasera, intentando recuperar el resuello y parar el
desbocado latir de mi corazón.
El autobús era viejo, una
antigualla mecánica que milagrosamente todavía circulaba. Rodando penosamente
por las desiertas calles, se me antojaba un viejo caballo fustigado sin piedad
por su jinete, arrancándole las últimas
gotas de energía hasta reventarlo de cansancio, y los crujidos de sus piezas me
parecían los estertores agónicos de aquel viejo monstruo de metal y madera,
suplicando un descanso que no se le concedía. No obstante, el autobús seguía
remontando la avenida, como si la firme mano del conductor, combinada con la
desesperación de los viajeros, le impelieran a realizar a un último esfuerzo antes de reventar y caer
para no levantarse nunca más.
Vi al carterista cuando logré
calmarme y estabilizar los latidos de mi corazón, cuando dejé de dar bocanadas
buscando el ardiente y recargado aire del interior del autobús. Era un hombre
menudo, de mediana edad, de aspecto frágil y endeble. Un virtuoso de la vieja
escuela, de manos finas y dedos ágiles, entrenados durante años en el dudoso
arte de introducirse en bolsos, monederos y carteras ajenas reptando
sigilosamente en busca del botín. Ahora que lo pienso, no sé cómo pude
percatarme de lo que estaba haciendo. Supongo que, simplemente, fijé la vista
en un punto determinado, con la obsesiva dejadez que provoca la extenuación
física, y justo en ese punto estaba el carterista.
Una ira sorda me invadió. No la
pude controlar, la notaba expandiéndose en mi interior, como una ola ardiente
que rivalizaba con la sofocante atmósfera del interior del vehículo. Con las
manos temblando por la rabia incontenida, me levanté de un salto. No grité, ni
avisé a nadie. Simplemente, me puse al lado del tipo, y lo agarré por el
hombro. A pesar del cansacio, noté mi mano como una tenaza aferrando lo que
parecía ser hueso rodeado por una fina película de piel. Bruscamente lo hice
girarse y mirar a través de las ventanas.
-¿Por qué? –solo eso le dije-
¿Por qué?
El hombrecillo miró a través del
cristal, todavía más pequeño, todavía más débil, doblándose por el dolor que le
causaba mi mano, que en aquellos momentos concentraba toda mi ira, todo mi
desprecio. Miró, y vio las calles desiertas, cubiertas por una espesa capa de
polvo naranja. Vio los edificios derruidos, las calles arrasadas y cubiertas de
cascotes, los huecos de los impactos en las fachadas, semejantes a las vacías
cuencas de una calavera. Vio los coches quemados, los cuerpos que se pudrían en
mitad de la calle, hinchados por el ardiente calor. Vio los restos de un mundo
que agonizaba a través de los jirones de niebla espesa y ponzoñosa. Girando
levemente la cabeza, vio las caras de los viajeros del autobús, sus heridas,
sus quemaduras, vio a su víctima, aferrada a la barra del autobús como un
desmadejado espantapájaros, la vista fija en un punto más allá del vehículo,
más allá de la calle, más allá del mundo y la vida, muerto y arrasado por
dentro. Finalmente, acabó de girarse y me miró. Temblaba, y vi como de sus
ojos, en los que apenas se adivinaba un destello de vida, comenzaban a
deslizarse las lágrimas. Aflojé la presión de su hombro. La mandíbula del
hombrecillo temblaba, y el torrente de sus lágrimas era ya imparable. Por fin,
con una voz como un hilo, dejó caer la cabeza como un peso muerto sobre su
pecho y me habló, una sola frase que se filtró, apenas perceptible, por sus
dientes sucios y desportillados.
-Lo siento. Es... la fuerza de la
costumbre.
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