Siempre he sido una persona de costumbres. O,
más bien, una persona de inercias. Y digo “inercias” porque, bien pensado,
cuando adoptas una costumbre es porque la misma te proporciona satisfacción.
Sin embargo, ser una persona de inercias conlleva altas dosis de aburrimiento y
hastío, de falta de lucha. Una sensación parecida es la que siento yo, al
repetir día tras día, noche tras noche, las mismas cosas, no porque encuentre
deleite en ellas, sino porque me niego a luchar contra la corriente, a buscar
otra alternativa, a dar un golpe de efecto que cambie mi vida y me libere de
las ataduras de una vida carente de emociones, de alicientes. Podéis llamarlo
pereza, falta de energía, conformismo... el hecho cierto es que estoy atrapado
por una serie de compromisos de los cuales no puedo o no quiero escapar, a
pesar de que gran parte de ellos hace tiempo que han perdido interés para mí.
Por inercia tomo siempre la misma ruta para ir al trabajo, por inercia desayuno
siempre con los mismos compañeros, desgranando sin convicción los mismos
tópicos que se perpetúan en nuestras conversaciones desde hace ya tantos
años... Por inercia leo el mismo periódico, como lo mismo en el mismo
restaurante, bebo la misma marca de vino, la misma marca de licor, y así ad
infinitum. Si algún día alguien lee esto, estoy seguro de que pensará que fui
la persona con menos alicientes de mi tiempo, y tendría razón, sólo que ese
calificativo lo comparto desde hace años con mi amigo R., cuya existencia es un
calco de la mía. Fuimos compañeros de estudios desde la infancia, después
compartimos nuestra adolescencia, y por fin hemos acabado desempeñando el mismo
trabajo en una oficina poblada de moluscos humanos como nosotros, que como
nosotros también se dejan llevar mansamente. Y así como la inercia nos arrastra
a desayunar lo mismo desde hace más de treinta años, la inercia nos impele a la partida de ajedrez de los sábados,
partida que, indefectiblemente, tiene lugar en mi casa, por un motivo que se
nos escapa a los dos, si es que en algún momento hemos reflexionado sobre ello.
El ritual es, como se puede suponer, siempre el mismo. R. llega a las 11 en
punto, cuelga su chaqueta y su sombrero en el perchero del recibidor y juntos
pasamos a mi biblioteca, donde una lámpara, herencia de mis padres, proporciona a la estancia una luminosidad que
apenas nos permite contemplarnos más allá del tablero.. Jugamos en silencio
hasta las doce o doce y cuarto, dejando casi siempre la partida inacabada,
momento en el que apagamos las luces y nos sentamos en sendos butacones frente
a la chimenea, fumando, bebiendo jerez y charlando de insustancialidades hasta
bien entrada la noche.. El sabor del jerez y del tabaco de pipa, las sombras
danzando en nuestras caras al son de las llamas de la chimenea, la
conversación, acostumbran a hacer nuestro aburrimiento más fácil de
sobrellevar. Sólo en contadísimas ocasiones hemos renunciado a este ritual. Hoy
es una de esas ocasiones. De hecho, escribo esto tan solo una hora después de
haber despedido a un R. al que me ha costado reconocer. Todavía puedo verlo
sentado delante de mí, con un leve temblor en la mano que sostenía su copa de
jerez. Su conversación de esta noche, mas bien su monólogo, ha supuesto una variación en la temática de nuestras charlas.
Todavía parece resonar en la estancia el eco de su voz...
—Le aseguro, mi querido H., que he tenido suerte
esta tarde. Circulaba por la carretera
que conduce a la costa, cuando he podido esquivar por los pelos a uno de esos
turistas de la ciudad que ha ignorado
una señal de Stop. De pronto, me he encontrado frente a mis narices el
deportivo, y he tenido el tiempo justo de dar un volantazo y esquivarlo. Créame
si le digo que ha sido cosa de centímetros —R. hizo un gesto de alivio y sorbió su jerez— Estas son las cosas, H., que le hacen a uno
plantearse el porqué de su existencia. Uno transita por la vida con la
tranquilidad y la prudencia por bandera, y de repente el destino pone en tu
camino la fatalidad y todo se desmorona como un castillo de naipes, y espero
que me disculpe por este símil. Amigo H., he decidido disfrutar un poco más de
la vida, salir más, hacer incluso un viaje por el extranjero. Siento como si el
incidente de esta tarde hubiera sido un guiño del destino, un aviso, una
sacudida a mi hastío vital. Sí, creo que voy a cambiar un poco mis hábitos,
salir de la rutina, dar un golpe de mano en mi vida. En fin, H., creo que ya va
siendo hora de marcharme. Siento un mareo, un sopor... Creo que necesito
descansar.
Sí, todavía me parece verlo levantarse y caminar
hacia la puerta, tambaleándose un poco,
aunque menos de lo que se podría esperar, dadas las circunstancias. Y
digo esto porque también para mí ha sido un día fuera de lo normal, lleno de
incidentes. A media tarde he tenido que ir a identificar el cadáver de mi amigo
R., muerto en accidente de circulación, al chocar de frente con un deportivo en
la carretera de la costa. Su cuerpo ha quedado prácticamente intacto. Sólo la
herida en la nuca, la que le ha causado la muerte, la misma que yo acabo de ver
hace unos instantes al girarse para marchar hacia la puerta, revela lo que le
ha pasado. Bien, les dejo, he de subir a acostarme. Por cierto, qué cabeza la
mía, se me olvida algo. Demasiadas emociones para un tipo como yo. El caso es
que R. no viajaba solo. Verán, mañana es mi cumpleaños, y R. acompañaba a mi
mujer a la ciudad para comprarme un regalo. Ella ha tenido menos suerte. El
impacto del choque le hizo atravesar el parabrisas de coche de R y la lanzó
encima del deportivo, segundos antes de que éste comenzara a arder. Pobre amor mío, cuanto ha debido sufrir...
Ahora sí que les dejo. He de subir a mi dormitorio, a nuestro dormitorio. La he
escuchado llamándome. Como siempre. Y no me resulta extraño.. Ella también es
lo que podríamos denominar... una persona de inercias.
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