martes, 29 de noviembre de 2011

Inercia, al desnudo, por Andrés Moreno Galindo


Siempre he sido una persona de costumbres. O, más bien, una persona de inercias. Y digo “inercias” porque, bien pensado, cuando adoptas una costumbre es porque la misma te proporciona satisfacción. Sin embargo, ser una persona de inercias conlleva altas dosis de aburrimiento y hastío, de falta de lucha. Una sensación parecida es la que siento yo, al repetir día tras día, noche tras noche, las mismas cosas, no porque encuentre deleite en ellas, sino porque me niego a luchar contra la corriente, a buscar otra alternativa, a dar un golpe de efecto que cambie mi vida y me libere de las ataduras de una vida carente de emociones, de alicientes. Podéis llamarlo pereza, falta de energía, conformismo... el hecho cierto es que estoy atrapado por una serie de compromisos de los cuales no puedo o no quiero escapar, a pesar de que gran parte de ellos hace tiempo que han perdido interés para mí. Por inercia tomo siempre la misma ruta para ir al trabajo, por inercia desayuno siempre con los mismos compañeros, desgranando sin convicción los mismos tópicos que se perpetúan en nuestras conversaciones desde hace ya tantos años... Por inercia leo el mismo periódico, como lo mismo en el mismo restaurante, bebo la misma marca de vino, la misma marca de licor, y así ad infinitum. Si algún día alguien lee esto, estoy seguro de que pensará que fui la persona con menos alicientes de mi tiempo, y tendría razón, sólo que ese calificativo lo comparto desde hace años con mi amigo R., cuya existencia es un calco de la mía. Fuimos compañeros de estudios desde la infancia, después compartimos nuestra adolescencia, y por fin hemos acabado desempeñando el mismo trabajo en una oficina poblada de moluscos humanos como nosotros, que como nosotros también se dejan llevar mansamente. Y así como la inercia nos arrastra a desayunar lo mismo desde hace más de treinta años, la inercia nos impele  a la partida de ajedrez de los sábados, partida que, indefectiblemente, tiene lugar en mi casa, por un motivo que se nos escapa a los dos, si es que en algún momento hemos reflexionado sobre ello. El ritual es, como se puede suponer, siempre el mismo. R. llega a las 11 en punto, cuelga su chaqueta y su sombrero en el perchero del recibidor y juntos pasamos a mi biblioteca, donde una lámpara, herencia de mis padres,  proporciona a la estancia una luminosidad que apenas nos permite contemplarnos más allá del tablero.. Jugamos en silencio hasta las doce o doce y cuarto, dejando casi siempre la partida inacabada, momento en el que apagamos las luces y nos sentamos en sendos butacones frente a la chimenea, fumando, bebiendo jerez y charlando de insustancialidades hasta bien entrada la noche.. El sabor del jerez y del tabaco de pipa, las sombras danzando en nuestras caras al son de las llamas de la chimenea, la conversación, acostumbran a hacer nuestro aburrimiento más fácil de sobrellevar. Sólo en contadísimas ocasiones hemos renunciado a este ritual. Hoy es una de esas ocasiones. De hecho, escribo esto tan solo una hora después de haber despedido a un R. al que me ha costado reconocer. Todavía puedo verlo sentado delante de mí, con un leve temblor en la mano que sostenía su copa de jerez. Su conversación de esta noche, mas bien su monólogo, ha supuesto una  variación en la temática de nuestras charlas. Todavía parece resonar en la estancia el eco de su voz...
Le aseguro, mi querido H., que he tenido suerte esta tarde. Circulaba  por la carretera que conduce a la costa, cuando he podido esquivar por los pelos a uno de esos turistas de la ciudad que  ha ignorado una señal de Stop. De pronto, me he encontrado frente a mis narices el deportivo, y he tenido el tiempo justo de dar un volantazo y esquivarlo. Créame si le digo que ha sido cosa de centímetros R. hizo un gesto de alivio y sorbió su jerez Estas son las cosas, H., que le hacen a uno plantearse el porqué de su existencia. Uno transita por la vida con la tranquilidad y la prudencia por bandera, y de repente el destino pone en tu camino la fatalidad y todo se desmorona como un castillo de naipes, y espero que me disculpe por este símil. Amigo H., he decidido disfrutar un poco más de la vida, salir más, hacer incluso un viaje por el extranjero. Siento como si el incidente de esta tarde hubiera sido un guiño del destino, un aviso, una sacudida a mi hastío vital. Sí, creo que voy a cambiar un poco mis hábitos, salir de la rutina, dar un golpe de mano en mi vida. En fin, H., creo que ya va siendo hora de marcharme. Siento un mareo, un sopor... Creo que necesito descansar.
Sí, todavía me parece verlo levantarse y caminar hacia la puerta, tambaleándose un poco,  aunque menos de lo que se podría esperar, dadas las circunstancias. Y digo esto porque también para mí ha sido un día fuera de lo normal, lleno de incidentes. A media tarde he tenido que ir a identificar el cadáver de mi amigo R., muerto en accidente de circulación, al chocar de frente con un deportivo en la carretera de la costa. Su cuerpo ha quedado prácticamente intacto. Sólo la herida en la nuca, la que le ha causado la muerte, la misma que yo acabo de ver hace unos instantes al girarse para marchar hacia la puerta, revela lo que le ha pasado. Bien, les dejo, he de subir a acostarme. Por cierto, qué cabeza la mía, se me olvida algo. Demasiadas emociones para un tipo como yo. El caso es que R. no viajaba solo. Verán, mañana es mi cumpleaños, y R. acompañaba a mi mujer a la ciudad para comprarme un regalo. Ella ha tenido menos suerte. El impacto del choque le hizo atravesar el parabrisas de coche de R y la lanzó encima del deportivo, segundos antes de que éste comenzara a arder.  Pobre amor mío, cuanto ha debido sufrir... Ahora sí que les dejo. He de subir a mi dormitorio, a nuestro dormitorio. La he escuchado llamándome. Como siempre. Y no me resulta extraño.. Ella también es lo que podríamos denominar... una persona de inercias.

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