jueves, 17 de noviembre de 2011

Que vuelen altos los dados, por Andrés Moreno Galindo


No pasaron por los ojos de Alfredo, en el interminable segundo que preludió su muerte, los momentos más significativos de su vida, como en un acelerado pase de diapositivas que resumiera su paso por el mundo. Tampoco se vio inmerso en un largo y oscuro túnel con una  señora irradiando una nívea luz al final. A Alfredo le dio tiempo, eso sí, de concluir de manera vertiginosa que el destino parece ser, en ocasiones, un cúmulo de azares que de forma incomprensible se combinan, alumbrando una especie de burla cósmica. Se sintió como el destinatario de una monumental chanza, una perversa  inocentada  de magistral urdimbre destilada de manera incomprensible, y que por una razón que se escapaba de su pensamiento le había elegido a él como objeto de la mofa.

No fue nunca Alfredo, en sus 45 años de existencia, persona dada a creer en augurios, auspicios ni esoterismos. Y no fue así, no porque Alfredo hubiera analizado la cuestión y llegado a la conclusión de que todo ese conjunto de predicciones y profecías fueran, en su conjunto y sin excepción, una sarta de patrañas trenzadas durante miles de años con el fin de intentar explicar los misterios del universo o, simplemente, explotar a los crédulos. No, Alfredo no creía en nada de eso por una simple cuestión de inanidad mental. En resumen, no es que Alfredo fuera una persona pragmática y racional. Simplemente era un hombre sin imaginación, una de tantas personas que pasan por la vida sin sorpresa ni inquietud. Veía la vida venir, acariciarlo o fustigarlo con la resignacion y mansedumbre bovinas que desde tiempos inmemoriales han caracterizado a los millones de personas que han desfilado por la vida sin ser arte ni parte, sin dejar más impronta que un puñado de años vegetando, conformes con el devenir de las cosas, sin preguntas, dejándose arrastrar mansamente como un tronco flotante hacia la muerte y el olvido.

Por estas razones Alfredo tardó un tiempo en preguntarse acerca de los números. Comenzó soñándolos una noche, y olvidándolos apenas tomó conciencia de su despertar. La combinación de cifras continuó danzando por sus sueños, día tras día, y él siguió sin darles importancia, mezclándolos y desechándolos como onírica basura junto con los jirones de olvidados deseos, obsesiones y miedos que la mente segrega durante esa especie de ensayo de la muerte que es el sueño. Empezó a preguntarse por los números cuando estos abandonaron sus sueños y se instalaron en la vida real. Siempre las mismas cinco cifras en idéntico orden. El precio de un coche en un anuncio, los kilómetros que había recorrido un aventurero en un viaje por el mundo, el presupuesto de unas obras en su edificio... los números saltaban a sus ojos con tozuda e incansable persistencia. Finalmente, tras un día en el que vio la combinación de cifras en los dorsales de cinco atletas que, juntos, esperaban la salida de una carrera, Alfredo se rindió a la evidencia. Creyó súbitamente en el Destino, y la invasión de las cifras en su vida fue como una revelación fraccionada en pequeños fogonazos de confidencias sobrenaturales.

Comenzó, a partir de ese preciso instante, una auténtica tortura mental para Alfredo. Su cerebro, abotargado tras años de simple vegetar, se convirtió de repente en una caldera en constante ebullición que destilaba y supuraba las más peregrinas explicaciones sobre la avasalladora irrupción de las cinco cifras en su vida. Consultó libros, recabó el consejo de expertos en Numerología, escuchó las teorías más estrambóticas, se sometió a experimentos de hipnotizadores, brujos y curanderos, pero todos le parecían supercherías y engaños. Nadie le daba una explicación sobre aquellas cinco cifras que le asaltaban constantemente, que martilleaban su cabeza y danzaban locas por su mente, arrebatándole jirones de cordura y amenazando con sumirlo en una total demencia. Las cifras se le aparecían en paredes, incluso ante sus ojos mientras andaba, como una sinestra adivinanza suspendida en el aire. Caminaba mirando al suelo, sin levantar la cabeza más que lo justo, musitando sin saberlo la maldita combinación cada vez que la veía en un papel tirado en el suelo, en una inscripción en la tapa de una alcantarilla...

Cierto día, y de una manera tan brusca como habían aparecido, los números desaparecieron de su vida. Esa noche no soñó con ellos. Receloso, conectó la radio. No escuchó a nadie pronunciar la maldita combinación. Un súbito sentimiento de alegría se apoderó de él. Por primera vez en mucho tiempo se atrevió a pasear por las calles más transitadas de la ciudad, sin temor a que los números le asaltaran desde escaparates o anuncios luminosos. Sentía, a cada paso que daba, cómo la locura y el miedo abandonaban su mente, como un pestilente marea retrocediendo y llevándose consigo el hedor y la podredumbre. Feliz y ufano, se paró junto a un semáforo, esperando a que cambiara de color para cruzar la calle. Fue entonces cuando los volvió a ver. La calzada no era muy ancha, y pudo distinguir las cinco cifras en unos papeles prendidos en el escaparate de una tienda. La estupefacción hizo que tardara unos segundos en comprender, y una alegría salvaje, cuasi animal, sustituyó a la sorpresa y al temor. Era una administración de loterías. Había docenas de décimos con el número soñado y constantemente visto. El Destino había jugueteado con él, sí, pero al final lo había llevado hasta un tesoro. La Diosa Fortuna le mostraba sonriente un futuro de riqueza. Eso era lo que significaba la combinación de números.

Cuando el conductor del camión logró recuperarse lo suficiente como para explicar con coherencia su relato de los hechos contó que el hombre se precipitó a la calle corriendo, sin mirar. Contó que, al escuchar el bocinazo, el hombre giró la cabeza y miró hacia el camión, pero que no se movió del sitio. El conductor juró y perjuró que, segundos antes de ser atropellado, vio sorpresa en el rostro del hombre, pero nadie le creyó cuando dijo que el peatón estalló en una carcajada mientras fijaba la vista en la matrícula del vehículo.

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