No pasaron por los ojos de
Alfredo, en el interminable segundo que preludió su muerte, los momentos más
significativos de su vida, como en un acelerado pase de diapositivas que
resumiera su paso por el mundo. Tampoco se vio inmerso en un largo y oscuro
túnel con una señora irradiando una
nívea luz al final. A Alfredo le dio tiempo, eso sí, de concluir de manera
vertiginosa que el destino parece ser, en ocasiones, un cúmulo de azares que de
forma incomprensible se combinan, alumbrando una especie de burla cósmica. Se
sintió como el destinatario de una monumental chanza, una perversa inocentada
de magistral urdimbre destilada de manera incomprensible, y que por una
razón que se escapaba de su pensamiento le había elegido a él como objeto de la
mofa.
No fue nunca Alfredo, en sus 45
años de existencia, persona dada a creer en augurios, auspicios ni esoterismos.
Y no fue así, no porque Alfredo hubiera analizado la cuestión y llegado a la
conclusión de que todo ese conjunto de predicciones y profecías fueran, en su
conjunto y sin excepción, una sarta de patrañas trenzadas durante miles de años
con el fin de intentar explicar los misterios del universo o, simplemente,
explotar a los crédulos. No, Alfredo no creía en nada de eso por una simple
cuestión de inanidad mental. En resumen, no es que Alfredo fuera una persona
pragmática y racional. Simplemente era un hombre sin imaginación, una de tantas
personas que pasan por la vida sin sorpresa ni inquietud. Veía la vida venir,
acariciarlo o fustigarlo con la resignacion y mansedumbre bovinas que desde
tiempos inmemoriales han caracterizado a los millones de personas que han
desfilado por la vida sin ser arte ni parte, sin dejar más impronta que un
puñado de años vegetando, conformes con el devenir de las cosas, sin preguntas,
dejándose arrastrar mansamente como un tronco flotante hacia la muerte y el
olvido.
Por estas razones Alfredo tardó
un tiempo en preguntarse acerca de los números. Comenzó soñándolos una noche, y
olvidándolos apenas tomó conciencia de su despertar. La combinación de cifras
continuó danzando por sus sueños, día tras día, y él siguió sin darles
importancia, mezclándolos y desechándolos como onírica basura junto con los
jirones de olvidados deseos, obsesiones y miedos que la mente segrega durante
esa especie de ensayo de la muerte que es el sueño. Empezó a preguntarse por
los números cuando estos abandonaron sus sueños y se instalaron en la vida
real. Siempre las mismas cinco cifras en idéntico orden. El precio de un coche
en un anuncio, los kilómetros que había recorrido un aventurero en un viaje por
el mundo, el presupuesto de unas obras en su edificio... los números saltaban a
sus ojos con tozuda e incansable persistencia. Finalmente, tras un día en el
que vio la combinación de cifras en los dorsales de cinco atletas que, juntos,
esperaban la salida de una carrera, Alfredo se rindió a la evidencia. Creyó
súbitamente en el Destino, y la invasión de las cifras en su vida fue como una
revelación fraccionada en pequeños fogonazos de confidencias sobrenaturales.
Comenzó, a partir de ese preciso
instante, una auténtica tortura mental para Alfredo. Su cerebro, abotargado
tras años de simple vegetar, se convirtió de repente en una caldera en
constante ebullición que destilaba y supuraba las más peregrinas explicaciones
sobre la avasalladora irrupción de las cinco cifras en su vida. Consultó
libros, recabó el consejo de expertos en Numerología, escuchó las teorías más
estrambóticas, se sometió a experimentos de hipnotizadores, brujos y
curanderos, pero todos le parecían supercherías y engaños. Nadie le daba una
explicación sobre aquellas cinco cifras que le asaltaban constantemente, que
martilleaban su cabeza y danzaban locas por su mente, arrebatándole jirones de
cordura y amenazando con sumirlo en una total demencia. Las cifras se le
aparecían en paredes, incluso ante sus ojos mientras andaba, como una sinestra
adivinanza suspendida en el aire. Caminaba mirando al suelo, sin levantar la
cabeza más que lo justo, musitando sin saberlo la maldita combinación cada vez
que la veía en un papel tirado en el suelo, en una inscripción en la tapa de
una alcantarilla...
Cierto día, y de una manera tan
brusca como habían aparecido, los números desaparecieron de su vida. Esa noche
no soñó con ellos. Receloso, conectó la radio. No escuchó a nadie pronunciar la
maldita combinación. Un súbito sentimiento de alegría se apoderó de él. Por
primera vez en mucho tiempo se atrevió a pasear por las calles más transitadas
de la ciudad, sin temor a que los números le asaltaran desde escaparates o
anuncios luminosos. Sentía, a cada paso que daba, cómo la locura y el miedo
abandonaban su mente, como un pestilente marea retrocediendo y llevándose
consigo el hedor y la podredumbre. Feliz y ufano, se paró junto a un semáforo,
esperando a que cambiara de color para cruzar la calle. Fue entonces cuando los
volvió a ver. La calzada no era muy ancha, y pudo distinguir las cinco cifras
en unos papeles prendidos en el escaparate de una tienda. La estupefacción hizo
que tardara unos segundos en comprender, y una alegría salvaje, cuasi animal,
sustituyó a la sorpresa y al temor. Era una administración de loterías. Había
docenas de décimos con el número soñado y constantemente visto. El Destino
había jugueteado con él, sí, pero al final lo había llevado hasta un tesoro. La
Diosa Fortuna le mostraba sonriente un futuro de riqueza. Eso era lo que
significaba la combinación de números.
Cuando el conductor del camión
logró recuperarse lo suficiente como para explicar con coherencia su relato de
los hechos contó que el hombre se precipitó a la calle corriendo, sin mirar.
Contó que, al escuchar el bocinazo, el hombre giró la cabeza y miró hacia el
camión, pero que no se movió del sitio. El conductor juró y perjuró que, segundos
antes de ser atropellado, vio sorpresa en el rostro del hombre, pero nadie le
creyó cuando dijo que el peatón estalló en una carcajada mientras fijaba la
vista en la matrícula del vehículo.
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