martes, 15 de noviembre de 2011

Amor Ibérico, por Carlos Richarte

Aunque todo el mundo piense lo contrario, unos cuernos pueden ser el final de una maravillosa historia de amor.

Antonia Martín odiaba las corridas de toros, aunque fuese cordobesa de nacimiento. Sin embargo, su fantasía sexual era acostarse con un torero, y que un traje de luces iluminase su eterno celibato. Su extrema fealdad había sido heredada de sus antepasados siberianos, una tribu con los ojos pegados a la nariz y cejijunta. Un siglo antes, su tatarabuelo se instaló en un cortijo de Palma del Río. La infancia de Antonia transcurrió entre muertos. Su padre era el enterrador y la niña se aficionó a las necrológicas. Ya de adolescente se mudaron a Sevilla y Antonia añadió a sus aficiones coleccionar anuncios eróticos. Le divertía imaginar a los chicos en traje de luces, el capote bien puesto y la estocada final. La vida de Antonia transcurría en una soltería perpetua. De adulta trabajó como cajera un súpermercado, pero cansada de no tener tiempo para sus aficiones consiguió el carnet de taxista.

La suerte de Antonia cambió una tarde de invierno, que el sol se había dormido y una espesa niebla cubría las calles de Sevilla. La gente caminaba sin pies ni cabeza. En el puente de Triana, sobre el Guadalquivir, los coches de caballos parecían flotar en una nube. Antonia buscaba algún cliente para cubrir los gastos de la jornada. A la altura de la Maestranza, un torero herido con una banderilla clavada en la espalda suplicó su ayuda. Antonia frenó bruscamente y el torero entró en el taxi aterrorizado. Tras él, un grupo de señoritos con bigote y puro le increpaban con bastón en mano. Mala madre, ladrón de orejas, devuélveme el rabo, gritaba el tumulto que se avecinaba.

Antonia aceleró cuando vio acercarse a aquellos bien peinados con estoques, banderillas y palos. Seducida por el traje de luces sintió compasión por el torero que todavía sostenía en la mano el botín de su robo, las dos orejas y el rabo. El hombre se incorporó y sus huesos crujieron por los golpes de la vida. Antonia miró por el espejo retrovisor y oyó el mugido feroz de la plaza que salió a la noche a linchar al torero.

-¿Adónde vamos?
_Onde zea que no me pillen. No tengo onde ir._

Una vez pasado el peligro, Antonia se detuvo en una parada de autobús y se giró para hablar nariz a nariz con su inesperado cliente. Al verle de cerca se enamoró de la palidez de su rostro. El hombre tenía una verruga de dos por dos centímetros en la barbilla, era calvo, con ojos de mono y al hablar sacaba la lengua. Para el resto de los mortales aquel hombre debería ser la calcomanía de un extraterrestre, pero para Antonia era su sueño. Ambos se miraron anonadados y un silencio de amor sentenció sus destinos. El torero presentó sus credenciales y al ver a Antonia algo le hizo recordar las maquinillas de afeitar. No llegaron a besarse por culpa de la verruga.

-Venancio, el niño de la Huerta, pa serví a Dios y a usté.

Antonia no sabía en qué lío podía meterse aquel esqueleto de hombre, y no se lo pensó dos veces para llevárselo a casa. Al llegar al rellano se encontró al nuevo inquilino del cuarto dentro del ascensor y con un colocón impresionante. El jovenzuelo golpeaba las paredes del elevador y se hizo pipí sin ningún miramiento. Antonia se abalanzó como un toro justo cuando el ascensor se puso en marcha. Entretanto el torero se quedó dormido de pie junto a los buzones y Antonia no tuvo más remedio que subir a Venancio en brazos por la escalera. La banderilla seguramente seguiría clavada en la espalda de Venancio para toda la vida.

El periódico del día siguiente publicó en su editorial una alarmante noticia.
En la tarde de ayer, en la plaza de toros de la Maestranza se produjo el robo de las dos orejas y el rabo del tercer toro de la fiesta. El presunto ladrón, El niño de la Huerta, es un torero excomulgado por intentar morder el rabo de un toro después de la corrida. En estos momentos la ciudad está invadida por mozos de espadas, areneros y rejoneadores. El torero está en busca y captura. Se ruega a quién vea a esta cosa de hombre que lo entregue a las autoridades.

Al cabo de una semana, Venancio se acostumbró a dormir en el armario y a la banderilla clavada en su espalda. Se sentía feliz junto a Antonia, aunque siempre le exigiese vestir el traje de luces. Como quién no quiere la cosa pasó el tiempo, y a los diez años la ciudad había olvidado el incidente. Antonia y Venancio paseaban los domingos por el parque de María Luisa, como cualquier pareja de enamorados. Durante aquellas horas, buscaban el ángulo correcto para besarse y evitar la verruga. Mostraron su amor sin complejos, cuando asustaban a los niños y a los caballos en la feria de abril, o cuando mojaban churros con chocolate en la madrugá Sevillana.

Muchas noches, si no había otra alternativa, Antonia se disfrazaba de toro y juntos hacían el paseíllo con pasodoble taurino incluido. Ella ajustaba su cornamenta de cartón y empitonaba el capote de Venancio. Él lidiaba a su amor con cariño y ternura, para después medir la distancia antes de cuajar la faena en la estocada final. Para el resto del mundo aquella pareja era un error de la naturaleza, pero para ellos aquel amor y fiesta duraría toda la vida.

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